viernes, 8 de julio de 2016

La era de los reformadores: Medidas Represivas

Tomás de Torquemada, inquisidor general de la Corona de Castilla



Todo lo que antecede puede dar la impresión de que el gobierno de los Reyes Católicos fue tal que en él se permitió la libertad de opiniones y de culto. Pero lo cierto es todo lo contrario. Las mismas personas que abogaban por el estudio de la Biblia y de las letras clásicas estaban convencidas de la necesidad de que no hubiese en España más que una religión, y que esa fe fuese perfectamente ortodoxa. Tanto Isabel como Cisneros creían que la unidad del país y la voluntad de Dios exigían que se arrancara todo vestigio de judaísmo, mahometismo y herejía. Tal fue el propósito de la Inquisición española, que data del año 1478. 

Empero antes de pasar a tratar acerca de esta forma particular de la Inquisición, debemos recordarle al lector que esa institución tenía viejas raíces en la tradición medieval. Ya en el siglo IV se había condenado a muerte al primer hereje. Después la tarea inquisitorial quedó en manos de las autoridades locales. En el siglo XIII, como parte de la labor centralizadora de Inocencio III, se colocó bajo supervisión pontificia. Así se practicó en toda Europa por varios siglos, aunque no siempre con el mismo rigor. La principal innovación de la Inquisición española estuvo en colocarla, no bajo la supervisión papal, sino bajo la de la corona. En 1478, el papa Sixto IV accedió a una petición en ese sentido por parte de los Reyes Católicos. Los motivos por los cuales los soberanos hicieron tal petición no están del todo claros. Por una parte, el papado pasaba por tiempos difíciles, y no cabe duda de que Isabel estaba convencida de que la reforma y purificación de la iglesia española tendrían que proceder de la corona, y no del papado. Por otra parte, la sujeción de la Inquisición al poder real era un instrumento valioso en manos de los monarcas, enfrascados en un gran proyecto de fortalecer ese poder. 

En todo caso, cuando llegó la bula papal, Isabel demoró algún tiempo en aplicarla. Primero desató una vasta campaña de predicación contra la herejía, al parecer con la esperanza de que muchos abandonaran sus errores voluntariamente. Cuando por fin se comenzó a aplicar el decreto papal, primeramente sólo en Sevilla, hubo fuertes protestas que llegaron a Roma. En 1482, cuando las relaciones entre el Papa y España eran tirantes debido a varios conflictos políticos en Italia, Sixto IV canceló su bula anterior, aduciendo las quejas que le habían llegado desde España. Pero al año siguiente, tras una serie de gestiones en la que estuvo envuelto Rodrigo Borgia, el futuro Alejandro VI, la Inquisición española fue restaurada. Fue entonces cuando se nombró Inquisidor General de la Corona de Castilla al dominico Tomás de Torquemada, cuya intolerancia y crueldad se han hecho famosas.

 En Aragón, el reino que le correspondía como herencia a Fernando, el curso de la Inquisición fue paralelo al que siguió en Castilla. En los últimos años antes del advenimiento de Fernando al trono, la actividad inquisitorial había sido mayor en Aragón que en Castilla, y por tanto el país estaba más acostumbrado a tales procesos. Pero allí también surgió oposición, particularmente por parte de quienes creían que la inquisición real era una usurpación de la autoridad eclesiástica. Al igual que en Castilla, hubo un breve período en que, por las mismas razones políticas, el Papa le retiró a la corona el poder de dirigir la Inquisición, que antes le había otorgado. Pero a la postre Roma accedió a las peticiones españolas, y el Santo Oficio quedó bajo la dirección de la corona. [Historia del Cristianismo vol.2, pág. 28]


 Pocos meses después de ser nombrado Inquisidor General de Castilla, Torquemada recibió una autoridad semejante para el reino de Aragón. Mucho se ha discutido acerca de la Inquisición española. Por lo general, los autores católicos conservadores tratan de probar que las injusticias cometidas no fueron tan grandes como se ha dicho, y que el Santo Oficio era una institución necesaria. Frente a ellos, los protestantes la han descrito como una tiranía insoportable, y una fuerza oscurantista. La verdad es que ambas interpretaciones son falsas.

Los crímenes de la Inquisición no pueden cubrirse diciendo sencillamente que no fueron tantos ni tan graves, o argumentando que era una institución necesaria para la unidad religiosa del país. Pero tampoco hay pruebas de que la Inquisición española, especialmente en sus primeras décadas, fuese una institución impopular, ni que se complaciera en perseguir a los estudiosos. Al contrario, hubo muchos casos en los que los letrados emplearon los medios del Santo Oficio para hacer callar a los místicos y visionarios que representaban a las clases más bajas de la sociedad (y en particular a las mujeres que decían tener visiones). Aunque algunos sabios, como Fray Luis de  León, pasaron años en las cárceles inquisitoriales, la mayoría de los letrados de la época veía en la Inquisición un instrumento para la defensa de la verdad.

También hay fuertes indicios de que, al menos al principio, la Inquisición fue una institución que gozó del favor del pueblo. Las tensiones entre los “cristianos viejos” y los conversos del judaísmo eran enormes. Aunque durante buena parte de la Edad Media España había sido más tolerante hacia los judíos que el resto de Europa, en la época que estamos estudiando, y ya desde un siglo antes, las condiciones empezaron a cambiar. El creciente sentimiento nacionalista español, unido como estaba a la fe católica y a la idea de la Reconquista, fomentaba la intolerancia para con los judíos y los moros. A esa intolerancia se le daba un barniz religioso que parecía justificarla. Ahora bien, cuando, ya fuese por motivos de convicción, ya cediendo a la enorme presión que se les aplicaba, los moros y los judíos se convertían, se perdía esa excusa religiosa para odiarlos. Pero aparecía entonces otra nueva razón de la discriminación: se decía que los conversos no lo eran de veras, que secretamente continuaban practicando ritos de su vieja religión, y que se burlaban en privado de la fe cristiana. 

Luego muchos de los conversos, que pudieron haber creído que las aguas bautismales los librarían del estigma que iba unido a su vieja religión, se vieron ahora acusados de herejes, y sujetos por tanto a los rigores de la Inquisición, en los que consentían los “cristianos viejos”, que así podían sentirse superiores a los conversos. Puesto que su propósito era extirpar la herejía, y para ser hereje es necesario ser cristiano, la Inquisición no tenía jurisdicción sobre judíos o musulmanes, sino sólo sobre los conversos. Contra ellos se aplicó enorme rigor. Mientras la Inquisición medieval había permitido que, en casos excepcionales, no se divulgaran los nombres de los acusadores de un reo, en la española esa regla de excepción se volvió práctica usual, pues se decía que el poder de los conversos era tal que, si se sabía quién había acusado a uno de entre ellos, los demás tomarían represalias, y por tanto se temía por la vida de los testigos. El resultado fue privar al acusado de uno de los elementos más necesarios para una defensa eficaz. Además se aplicaba la tortura con harta frecuencia, y de ese modo se arrancaban tanto confesiones como nuevas acusaciones contra otras personas. Frecuentemente los procesos tomaban largos años, durante los cuales eran cada] vez más los implicados.  [Historia del Cristianismo vol.2, pág. 29]


Y si, caso raro, el acusado resultaba absuelto, había pasado buena parte de su vida encerrado en las cárceles inquisitoriales, y no tenía modo alguno de establecer recurso contra sus falsos acusadores, pues ni siquiera sabía quiénes eran. Por muchas razones históricas que se den, no es posible justificar todo esto a base de la fe cristiana. También se ha discutido muchísimo acerca de los motivos económicos envueltos en la Inquisición española. En ella se aplicaban los principios medievales, según los cuales los bienes de todo condenado a muerte eran confiscados. 

Al principio, tanto esos bienes como las diversas multas que se imponían se dedicaban a obras religiosas, por lo general en la parroquia del condenado. Pero esto a su vez se prestaba a abusos, y los soberanos comenzaron a fiscalizar más de cerca a los inquisidores, haciendo que los fondos recaudados fuesen a dar al tesoro real. Hasta qué punto estas medidas se debieron a la codicia de los reyes, y hasta qué punto fueron un intento sincero de evitar los abusos a que la Inquisición se prestaba, no hay modo de saberlo. Pero en todo caso el hecho es que la corona se benefició con los procesos inquisitoriales. 

Otra fuente de ingresos eran las “reconciliaciones” que se hacían mediante el pago de una suma. La más notable fue la reconciliación general de los años 1495 al 1497, que se utilizó para cubrir las deudas de la guerra de Granada. En este caso particular, no cabe duda de que la intención de los Reyes era tanto evitar los sufrimientos que los juicios y castigos acarreaban para los conversos y sus familias como resarcirse de los gastos de la guerra. Cualesquiera hayan sido los motivos de los monarcas, no puede dudarse que la Inquisición se prestaba a los malos manejos y la codicia desmedida. 

Poco después de la muerte de Isabel, el Santo Oficio había caído en descrédito por esas razones, y Fernando tuvo que intervenir en el asunto, nombrando Inquisidor General a Francisco Jiménez de Cisneros. Aunque el franciscano no fue tan terrible como Torquemada, resulta notable que el inspirador de la Políglota Complutense y de la universidad de Alcalá fuese también el Gran Inquisidor. En ello tenemos un ejemplo de lo que sería la forma característica de la reforma católica, particularmente en España, de combinar la erudición con la intolerancia. Isabel no era más tolerante que su confesor, como puede verse en la expulsión de los judíos. 

Mientras la Inquisición se ocupaba de los conversos, los judíos que permanecían firmes en la fe de sus antepasados no caían bajo su jurisdicción. Pero se les acusaba de mantener contactos con los conversos, con lo cual, según se decía, los incitaban a judaizar. Además, se comentaba que los judíos tenían enormes riquezas, y que aspiraban a adueñarse del país. Todo esto no era más que falsos rumores nacidos del prejuicio, la ignorancia y el temor. A mediados de 1490 se produjo el incidente del “santo niño de la Guardia”. Un grupo de judíos y conversos fue acusado de matar a un niño en forma ritual, con el propósito de utilizar su corazón, y una hostia consagrada, para maleficios contra los cristianos. En el convento de Santo Domingo, en Avila, Torquemada dirigió la investigación. Los acusados fueron declarados culpables, y quemados en noviembre de 1491 en las afueras de Avila. Hasta el día de hoy los historiadores no concuerdan acerca de si de veras hubo un niño sacrificado o no. Pero de lo que no cabe duda es de que, si existió una conspiración, se trataba de un pequeño grupo fanático, que no representaba en modo alguno a la comunidad judía. En todo caso, el hecho es que la enemistad de los cristianos contra los judíos se exacerbó. En varios lugares se  produjeron motines y matanzas de judíos. [Historia del Cristianismo vol.2, pag.30]


De acuerdo a sus obligaciones legales, los Reyes defendieron a los judíos, aunque esa defensa no fue decidida, y los cristianos que cometieron atropellos contra los hijos de Israel no fueron castigados. Lo que sucedía era, en parte al menos, que la Reina estaba convencida de que era necesario buscar la unidad política y religiosa de España. Esa unidad era una exigencia política y religiosa; política, porque las circunstancias la exigían; religiosa, porque tal era, según Isabel, la voluntad de Dios. El golpe decisivo contra los judíos llegó poco después de la conquista de Granada. 

Una vez destruido el último baluarte musulmán en la Península, pareció aconsejable ocuparse del “problema” de los judíos. Casi todos los documentos, tanto cristianos como judíos, dan a entender que Isabel fue, más que Fernando, quien concibió el proyecto de expulsión. El decreto, publicado el 31 de marzo de 1492, les daba a los judíos cuatro meses para abandonar todas las posesiones de los Reyes, tanto en España como fuera de ella. Se les permitía vender sus propiedades, pero les estaba prohibido sacar del país oro, plata, armas y caballos. Luego, el único medio que los hijos de Israel tenían para salvar algo de sus bienes eran las letras de cambio, disponibles principalmente a través de banqueros italianos. Entre tales banqueros y los especuladores que se dedicaron a aprovechar la coyuntura, los judíos fueron esquilmados, aunque los Reyes trataron de evitar los abusos económicos.

 Al parecer, los Reyes esperaban que muchos judíos decidieran aceptar el bautismo antes que abandonar el país que era su patria, y donde habían vivido por largas generaciones. Con ese fin decretaron que quien aceptara el bautismo podría permanecer en el país, y además enviaron predicadores que anunciaran, no sólo la verdad de la fe cristiana, sino también las ventajas del bautismo. Unas pocas familias ricas se bautizaron, y de ese modo lograron conservar sus bienes y su posición social. Esos pocos bautismos fueron hechos con gran solemnidad, al parecer con la esperanza de inducir a otros judíos a seguir el mismo camino. Pero la mayoría de ellos mostró una firmeza digna de los mejores episodios del Antiguo Testamento. Mejor marchar al exilio que inclinarse ante el Dios de los cristianos y abandonar la fe de sus antepasados.

 Los sufrimientos de aquel nuevo exilio del pueblo de Israel fueron indecibles. Entre 50.000 y 200.000 judíos abandonaron su tierra natal y partieron hacia futuros inciertos. Muchos fueron saqueados o asesinados por bandidos o por quienes les ofrecieron transporte. De los que partieron hacia la costa norte de África, la mayoría pereció. Un buen número se refugió en Portugal, en espera de que las circunstancias cambiaran en España. Pero cuando el Rey de Portugal quiso casarse con una de las hijas de Isabel, ésta exigió que los judíos fueran expulsados de ese reino, enviándolos así a un nuevo exilio. La pérdida que todo esto representó para España ha sido señalada repetidamente por los historiadores. Entre los judíos se contaban algunos de los elementos más productivos del país, cuya partida privó a la nación de su industria e ingenio. Además, muchos de ellos eran banqueros que repetidamente habían servido a la corona en momentos difíciles. A partir de entonces, el tesoro español tendría que recurrir a prestamistas italianos o alemanes, en perjuicio económico de España. La situación de los moros era semejante a la de los judíos. Mientras quedaron tierras musulmanas en la Península, la mayoría de los gobernantes cristianos siguió la política de permitirles a sus súbditos musulmanes practicar libremente su  religión, pues de otro modo estarían incitándoles a la rebelión y a la traición. Historia del Cristianismo vol.2, pág. 31]


 Pero una vez conquistado el reino de Granada la situación política cambió. Aunque en las Capitulaciones de Granada se estipulaba que los musulmanes tendrían libertad para continuar practicando su religión, ley y costumbres, ese tratado no fue respetado, pues no había un estado musulmán capaz de obligar a los reyes cristianos a ello. Pronto el arzobispo Cisneros y el resto del clero se dedicaron a tratar de forzar a los moros a convertirse. El celo de Cisneros llevó a los musulmanes a la rebelión, que a la postre fue ahogada en sangre. A fin de evitar otras rebeliones semejantes, los Reyes ordenaron que también los moros de Castilla, como antes los judíos, tendrían que escoger entre el bautismo y el exilio. 

Poco después, cuando se vio que posiblemente el éxodo sería masivo, se les prohibió emigrar, con lo cual quedaron obligados a recibir el bautismo. A estos moros bautizados se les dio el nombre de “moriscos”, y desde el punto de vista de la iglesia y del gobierno español fueron siempre un problema, por su falta de asimilación. En 1516 Cisneros, a la sazón regente del reino, trató de obligarlos a abandonar su traje y sus usos, aunque sin éxito. Mientras todo esto estaba teniendo lugar en Castilla, en Aragón eran todavía muchos los moros que no habían recibido el bautismo. Aunque Carlos V había prometido respetar sus costumbres, el papa Clemente VII lo libró de su juramento y lo instó a forzar a los moros de Aragón a bautizarse. A partir de entonces se siguió una política cada vez más intolerante,  primero hacia los musulmanes, y después hacia los moriscos, hasta que los últimos moriscos fueron expulsados a principios del siglo XVII. Todo lo que antecede ilustra la política religiosa de Isabel, que fue también la de España por varios siglos. Al tiempo que se buscaba reformar la iglesia mediante la regulación de la vida del clero y el fomento de los estudios teológicos, se era extremadamente intolerante hacia todo lo que no se ajustara a la religión del estado. Luego, Isabel fue la fundadora de la reforma católica, que se abrió paso primero en España y después fuera de ella, y esa reforma llevó el sello de la gran Reina de Castilla.


Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.28-31

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