sábado, 20 de agosto de 2016

La era de los reformadores: Se desata la tormenta




Aunque los acontecimientos posteriores revelaron otra faceta de su carácter, durante todo este tiempo Lutero parece haber sido un hombre relativamente reservado, dedicado a sus estudios y a su lucha espiritual. Su gran descubrimiento, aunque le trajo una nueva comprensión del evangelio, no lo llevó de inmediato a protestar contra el modo en que la iglesia entendía la fe cristiana. Al contrario, nuestro monje continuó dedicado a sus labores docentes y pastorales y, si bien hay indicios de que enseñó su nueva teología, no pretendió contraponerla a la que enseñaba la iglesia. Lo que es más, al parecer él mismo no se había percatado todavía del grado en que su descubrimiento se oponía a todo el sistema penitencial, y por tanto a la teología y las doctrinas comunes en su época. Poco a poco, y todavía sin pretender ocasionar controversia alguna, Lutero fue convenciendo a sus colegas en la universidad de Wittenberg. Cuando por fin decidió que había llegado el momento de lanzar su gran reto, compuso noventa y siete tesis, que debían servir de base para un debate académico. En ellas, Lutero atacaba varios de los principios fundamentales de la teología escolástica, y por tanto esperaba que la publicación de esas tesis, y el debate consiguiente, serían una oportunidad de darle a conocer su descubrimiento al resto de la iglesia. Pero, para su sorpresa, llegó la fecha del debate, y solamente se le prestó atención en los círculos académicos de la universidad. Al parecer, el descubrimiento de que el evangelio debía entenderse de otro modo al que corrientemente se predicaba, que le parecía tan importante a Lutero, tenía sin cuidado al resto del mundo. 


Pero entonces sucedió lo inesperado. Cuando Lutero produjo otras tesis, sin creer en modo alguno que tendría más impacto que las anteriores, se creó un revuelo tal que a la larga toda Europa se vio envuelta en sus consecuencias. Lo que había sucedido era que, al atacar la venta de las indulgencias, creyendo que no se trataba más que de la consecuencia natural de lo que se había discutido en el debate anterior, Lutero se había atrevido, aun sin saberlo, a oponerse al lucro y los designios de varios personajes mucho más poderosos que él. La venta de indulgencias que Lutero atacó había sido autorizada por el papa León X, y en ella estaban envueltos los intereses económicos y políticos de la poderosísima casa de los Hohenzollcrn, que aspiraba a la hegemonía de Alemania. [Historia del Cristianismo Vol. 2, Pág. 39] 


Uno de los miembros de esa casa, Alberto de Brandeburgo, tenía ya dos sedes episcopales, y deseaba ocupar también el arzobispado de Mainz, que era el más importante de Alemania. Para ello se puso en contacto con León X, uno de los peores papas de aquella época de papas indolentes, avariciosos y corrompidos. León le hizo saber que estaba dispuesto a concederle a Alberto lo que pedía, a cambio de diez mil ducados. Puesto que ésta era una suma considerable, el Papa autorizó a Alberto a proclamar una gran venta de indulgencias en sus territorios, a cambio de que la mitad del producto fuese enviado al erario papal. Parte de lo que sucedía era que León soñaba con terminar la Basílica de San Pedro, comenzada por su predecesor Julio II, y cuyas obras marchaban lentamente por falta de fondos. Luego, la gran basílica que hoy es orgullo de la iglesia romana fue una de las causas indirectas de la Reforma protestante. Quien se encargó de la venta de indulgencias en Alemania central fue el dominico Juan Tetzel, hombre sin escrúpulos que a fin de promover su mercancía hacía aseveraciones escandalosas. Así, por ejemplo, Tetzel y sus subalternos pretendían que la indulgencia que vendían dejaba al pecador “más limpio que al salir del bautismo”, o “más limpio que Adán antes de caer”, que “la cruz del vendedor de indulgencias tiene tanto poder como la cruz de Cristo”, y que, en el caso de quien compra una indulgencia para un pariente difunto, “tan pronto como la moneda suena en el cofre, el alma sale del purgatorio”. Tales afirmaciones causaban repugnancia entre los mejor informados, quienes sabían que la doctrina de la iglesia no era tal como la presentaban Tetzel y los suyos. Entre los humanistas, que se dolían de la ignorancia y la superstición que parecían reinar por doquier, la predicación de Tetzel era vista como un ejemplo más del triste estado a que había llegado la iglesia. Y también se resentía el espíritu nacionalista alemán, que veía en la venta de indulgencias un modo mediante el cual Roma esquilmaba una vez más al pueblo alemán, aprovechando su credulidad, para luego despilfarrar en lujos y festines los escasos recursos que los pobres alemanes habían logrado producir con el sudor de su frente. Pero aunque muchos abrigaban tales sentimientos, nadie protestaba, y la venta continuaba. Fue entonces cuando Lutero clavó sus famosas noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Esas tesis, escritas en latín, no tenían el propósito de crear una conmoción religiosa, como había sido el caso con las anteriores. Tras aquella experiencia, Lutero parece haber pensado que la cuestión que se debatía era principalmente del interés de los teólogos, y que por tanto sus nuevas tesis no tendrían más impacto que el que pudieran producir en círculos académicos. Pero al mismo tiempo estas noventa y cinco tesis, escritas acaloradamente con un sentimiento de indignación profunda, eran mucho más devastadoras que las anteriores, no porque se refirieran a tantos puntos importantes de teología, sino porque ponían el dedo sobre la llaga del resentimiento alemán contra los explotadores extranjeros. Además, al atacar concretamente la venta de indulgencias, ponían en peligro los proyectos de los poderosos. Aunque su ataque era relativamente moderado, algunas de las tesis iban más allá de la mera cuestión de la eficacia y límites de las indulgencias, y apuntaban hacia la explotación de que el pueblo era objeto. Según Lutero, si es verdad que el papa tiene poder para sacar las almas del purgatorio, ha de utilizar ese poder, no por razones tan triviales como la necesidad de fondos para construir una iglesia, sino sencillamente por amor, y ha de hacerlo gratuitamente (tesis 82). [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 40]


Y lo cierto es que el Papa debería dar de su propio dinero a los pobres de quienes los vendedores de indulgencias lo exprimen, aunque tuviera que vender la Basílica de San Pedro (tesis 51). Lutero dio a conocer sus tesis la víspera de la fiesta de Todos los Santos, y su impacto fue tal que frecuentemente se señala esa fecha, el 31 de octubre de 1517, como el comienzo de la Reforma protestante. Los impresores produjeron gran número de copias de las tesis y las distribuyeron por toda Alemania, tanto en el original latino como en traducción alemana. El propio Lutero le había mandado una copia a Alberto de Brandeburgo, acompañada de una carta sumamente respetuosa. Alberto envió las tesis y la carta a Roma, pidiéndole a León X que interviniera. El emperador Maximiliano se encolerizó ante la actitud y las enseñanzas del monje impertinente, y le pidió también a León que interviniera. En el entretanto, Lutero publicó una explicación de sus noventa y cinco tesis en la que, además de aclarar lo que había querido decir en esas brevísimas proposiciones, agudizaba su ataque contra la venta de indulgencias y la teología que le servía de apoyo. La respuesta del Papa fue poner la cuestión bajo la jurisdicción de los agustinos, a cuya próxima reunión capitular, que  tendría lugar en Heidelberg, Lutero fue convocado. Allá fue nuestro monje, temiendo por su vida, pues se decía que sería condenado y quemado. Pero, para gran sorpresa suya, muchos de los monjes se mostraron favorables a su doctrina. Algunos de los más jóvenes la acogieron entusiastamente. Para otros, la disputa entre Lutero y Tetzel era un caso más de la vieja rivalidad entre agustinos y dominicos, y por tanto no estaban dispuestos a abandonar a su campeón. En consecuencia, Lutero regresó a Wittenberg fortalecido por el apoyo de su orden, y feliz de haber ganado varios conversos a su causa. [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 41] 


El Papa entonces tomó otro camino. En breve debía reunirse en Augsburgo la dieta del Imperio, es decir, la asamblea de todos los potentados alemanes, bajo la presidencia del emperador Maximiliano. El legado papal a esa dieta era el cardenal Cayetano, hombre de vasta erudición, cuya misión principal era convencer a los príncipes alemanes de la necesidad de emprender una cruzada contra los turcos, que amenazaban a Europa, y de promulgar un nuevo impuesto para ese fin. La amenaza de los turcos era tal que Roma estaba tomando medidas para reconciliarse con los husitas de Bohemia, aun cuando esto implicara acceder a varias de sus demandas. Por tanto, la cruzada y el impuesto eran la principal misión de Cayetano, a quien entonces el Papa comisionó además para que se entrevistara con Lutero y lo obligara a retractarse. Si el monje se negaba a ello, debía ser llevado prisionero a Roma. El elector Federico el Sabio de Sajonia, dentro de cuya jurisdicción vivía Lutero, obtuvo del emperador Maximiliano un salvoconducto para el fraile, quien se dispuso a acudir a Augsburgo, aun sabiendo que poco más de cien años antes, y en circunstancias muy parecidas, Juan Huss había sido quemado en violación de un salvoconducto imperial. La entrevista con Cayetano no produjo el resultado apetecido. El cardenal se negaba a discutir con el monje, y exigía su abjuración. El fraile, por su parte, no estaba dispuesto a retractarse si no se le convencía de que estaba equivocado. Cuando por fin se enteró de que Cayetano tenía autoridad para arrestarlo aun en violación del salvoconducto imperial, abandonó la ciudad a escondidas en medio de la noche, regresó a Wittenberg, y apeló a un concilio general. Durante todo este período, Lutero había contado con la protección de Federico el Sabio, elector de Sajonia y por tanto señor de Wittenberg. Federico no protegía a Lutero porque estuviera convencido de sus doctrinas, sino porque le parecía que la justicia exigía que se le juzgara debidamente. La principal preocupación de Federico era ser un gobernante justo y sabio. Con ese propósito fundó la universidad de Wittenberg, muchos de cuyos profesores le decían que Lutero tenía razón, y que se equivocaban quienes lo acusaban de herejía. Por lo menos mientras Lutero no fuese condenado oficialmente, Federico estaba dispuesto a evitar que se cometiera con él una injusticia semejante a la que había tenido lugar en el caso de Juan Huss. Empero la situación se hacía difícil, pues cada vez eran más los que decían que Lutero era hereje, y por tanto la posición de Federico se volvía precaria. En esto estaban las cosas cuando la muerte de Maximiliano dejó vacante el trono alemán, y fue necesario elegir un nuevo emperador. Puesto que se trataba de una dignidad electiva, y no hereditaria, inmediatamente se empezó a discutir acerca de quién sería el próximo emperador. Los dos candidatos más poderosos eran Carlos I de España (el hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y por tanto nieto de Isabel) y Francisco I de Francia. Ninguno de estos dos candidatos era del agrado del papa León, pues ambos eran demasiado poderosos, y su elección a la dignidad imperial quebrantaría el equilibrio de los poderes europeos que era la base de la política papal. Carlos tenía, además de los recursos de España, que comenzaba a recibir las riquezas del Nuevo Mundo, sus posesiones hereditarias en los Países Bajos, Austria y el sur de Italia. Si a todo esto se le añadía el trono alemán, su poder no tendría rival en Europa. Francisco, como rey de Francia, tampoco le parecía aceptable al Papa, pues una unión de las coronas francesa y alemana podía tener consecuencias funestas para el papado. Por tanto, era necesario buscar otro candidato cuya posibilidad de ser elegido estribara, no en su poder, sino en su prestigio de hombre sabio y justo. [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 42]


Dentro de tales criterios, el candidato ideal era Federico el Sabio, respetado por los demás señores alemanes. Si Federico resultaba electo, las potencias europeas quedarían suficientemente divididas para permitirle al Papa gozar de cierto poder. Por tanto, desde antes de la muerte de Maximiliano, León había decidido acercarse a Federico, y apoyar su candidatura. Pero Federico protegía a Lutero, al menos hasta que el fraile revoltoso fuese debidamente juzgado. Por tanto, León decidió que lo mejor era postergar la condenación de Lutero, y tratar de acercarse tanto al monje como al elector que lo defendía. Con esas instrucciones envió a Alemania a Karl von Miltitz, pariente de Federico, con una rosa de oro para el Elector en señal del favor papal, y, por así decir, con una rama de olivo para el monje. Miltitz se entrevistó con Lutero, y logró que éste le prometiera abstenerse de continuar la controversia, siempre que sus enemigos hicieran lo mismo. Esto trajo una breve tregua, hasta que el teólogo conservador Juan Eck, profesor de la universidad de Ingolstadt, intervino en el asunto. En lugar de atacar a Lutero, lo cual le hubiera hecho aparecer como quien había quebrantado la paz, Eck atacó a Carlstadt, otro profesor de la universidad de Wittenberg que se había convencido de las doctrinas de Lutero, pero que era mucho más impetuoso y exagerado que el Reformador. Eck retó a Carlstadt a un debate que tendría lugar en la universidad de Leipzig. Dadas las cuestiones planteadas, resultaba claro que el propósito de Eck era atacar a Lutero a través de Carlstadt, y por tanto el Reformador declaró que, puesto que lo que se ventilaría en Leipzig eran sus doctrinas, él también participaría en el debate. La discusión se condujo con todas las formalidades de los ejercicios académicos, y duró varios días. Cuando llegó el momento en que Lutero y Eck se enfrentaron, resultó claro que el primero era mejor conocedor de las Escrituras, mientras el segundo se hallaba más a gusto en el derecho canónico y la teología medieval. Con toda destreza, Eck llevó el debate hacia su propio campo, y por fin obligó a Lutero a declarar que el Concilio de Constanza se equivocó al condenar a Huss, y que un cristiano con la Biblia de su parte tiene más autoridad que todos los papas y los concilios contra ella. Esto bastó. Lutero se había declarado defensor de un hereje condenado por un concilio ecuménico. Aunque los argumentos del Reformador resultaron mejores que los de su contrincante en muchos puntos, fue Eck quien ganó el debate, pues en él logró demostrar lo que se había propuesto: que Lutero era hereje, por cuanto defendía las doctrinas de los husitas. Comenzó entonces un nuevo período de confrontaciones y peligros. Pero Lutero y los suyos habían empleado bien el tiempo que las circunstancias políticas les habían dado, de modo que por toda Alemania, y hasta fuera de ella, eran cada vez más los que veían en el monje agustino al campeón de la fe bíblica. Además del número siempre creciente de sus seguidores, particularmente entre los profesores de Wittenberg y de otras universidades, y entre los sacerdotes más celosos de sus responsabilidades, Lutero tenía las simpatías de los humanistas, que veían en él un defensor de la reforma que ellos mismos propugnaban, y de los nacionalistas, para quienes el monje era el portavoz de la protesta alemana frente a los abusos de Roma. Luego, aunque unas semanas antes del debate de Leipzig Carlos I de España había sido elegido emperador (con el voto de Federico el Sabio) y por tanto el Papa no tenía que andar con los miramientos de antes, la posición de Lutero se había fortalecido. [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 43]


Muchos caballeros alemanes llegaron a enviarle mensajes prometiéndole su apoyo armado, si el conflicto llegaba a estallar. Cuando por fin el Papa se decidió a actuar, su acción resultó demasiado tardía e ineficiente. En la bula Exsurge domine, León X declaraba que un jabalí salvaje había penetrado en la viña del Señor, ordenaba que los libros de Martín Lutero fueran quemados, y le daba al monje rebelde sesenta días para someterse a la autoridad romana, so pena de excomunión y anatema. La bula tardó largo tiempo en llegar a manos de Lutero, pues las circunstancias políticas eran harto complejas. En varios lugares, al recibir copias de la bula, las obras del Reformador fueron quemadas. Pero en otros, algunos estudiantes y otros partidarios de Lutero prefirieron quemar algunas de las obras que se oponían al movimiento reformador. Cuando por fin la bula le llegó a Lutero, éste la quemó, junto a otros libros que contenían las “doctrinas papistas”. La ruptura era definitiva, y no había modo de volver atrás. Faltaba ver todavía qué actitud tomarían los señores alemanes, y particularmente el Emperador, pues sin ellos era poco lo que el Papa podía hacer contra Lutero. Las gestiones que cada bando hizo fueron demasiado numerosas para narrar aquí. Baste decir que, aunque Carlos V era católico convencido, no dejó por ello de utilizar la cuestión de Lutero como un arma contra el Papa cuando éste pareció inclinarse hacia su rival, Francisco I de Francia. A la postre, tras largas idas y venidas, se resolvió que Lutero comparecería ante la dieta del Imperio, reunida en Worms en 1521.[Historia del Cristianismo, Vol. 2, Page 44] 


Cuando Lutero llegó a Worms, fue llevado ante el Emperador y varios de los principales personajes del Imperio. Quien estaba a cargo de interrogarlo le presentó un montón de libros, y le preguntó si él los había escrito. Tras examinarlos, Lutero contestó que los había escrito todos, y varios otros que no estaban allí. Entonces su interlocutor le preguntó si continuaba sosteniendo todo lo que había dicho en ellos, o si estaba dispuesto a retractarse de algo. Este era un momento difícil para Lutero, no tanto porque temiera al poder imperial, sino porque temía sobremanera a Dios. Atreverse a oponerse a toda la iglesia y al Emperador, quien había sido ordenado por Dios, era un paso temerario. Una vez más el monje tembló ante la majestad divina, y pidió un día para considerar su respuesta. Al día siguiente se había corrido la voz de que Lutero comparecería ante la dieta, y la concurrencia era grande. La presencia del Emperador en Worms, rodeado de soldados españoles que abusaban del pueblo, había exacerbado el sentimiento nacional. Una vez más, en medio del mayor silencio, se le preguntó a Lutero si se retractaba. El monje contestó diciendo que mucho de lo que había escrito no era más que la doctrina cristiana que tanto él como sus enemigos sostenían, y que por tanto nadie debía pedirle que se retractara de ello. Otra parte trataba acerca de la tiranía y las injusticias a que estaban sometidos los alemanes, y tampoco de esto se retractaba, pues tal no era el propósito de la dieta, y tal abjuración sólo contribuiría a aumentar la injusticia que se cometía. La tercera parte, que consistía en ataques contra ciertos individuos y en puntos de doctrina que sus contrincantes rechazaban, quizá había sido dicha con demasiada aspereza. Pero tampoco de ella se retractaba, de no ser que se le convenciera de que estaba equivocado.  Su interlocutor insistió: “¿Te retractas, o no?” Y a ello respondió Lutero, en alemán y desdeñando por tanto el latín de los teólogos: “No puedo ni quiero retractarme de cosa alguna, pues ir contra la conciencia no es justo ni seguro. Dios me ayude. Amén". Al quemar la bula papal, Lutero había roto definitivamente con Roma. Ahora, en Worms, rompía con el Imperio. No le faltaban por tanto razones para clamar: “Dios me ayude”.



Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                  Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.39-45


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