Francisco Jiménez de Cisneros |
Cuando Isabel y Fernando heredaron la corona de
Castilla, a la muerte del medio hermano de Isabel, Enrique IV, la iglesia
española se hallaba en urgente necesidad de reforma. Durante los años de
incertidumbre política que precedieron a la muerte de Enrique IV, el alto clero
se había dedicado a las prácticas belicosas que, según vimos, eran
características de muchos de los prelados de fines de la Edad Media. En esto
España no difería del resto de Europa, pues sus obispos con frecuencia
resultaban ser más guerreros que pastores, y se involucraron de lleno en las
intrigas políticas de la época, no por el bien de sus rebaños, sino por sus
propios intereses políticos y económicos. Ejemplo de esto fue el arzobispo de
Toledo don Alonso Carrillo de Albornoz, quien, fue uno de los principales arquitectos del
alza política de Isabel y de su matrimonio con Fernando. El bajo clero, aunque
privado del poder y los lujos de los prelados, no estaba en mejores condiciones
de servir al pueblo. Los sacerdotes eran en su mayoría ignorantes, incapaces de
responder a las más sencillas preguntas religiosas por parte de sus feligreses,
y muchos de ellos no sabían más que decir de memoria la misa, sin entender qué
era lo que estaban diciendo. Además, puesto que el alto clero cosechaba la
mayor parte de los ingresos de la iglesia, los sacerdotes se veían sumidos en
una pobreza humillante, y frecuentemente descuidaban sus labores pastorales. En
los conventos y monasterios la situación no era mucho mejor. Aunque en algunos
se seguía tratando de cumplir la regla monástica, en otros se practicaba la
vida muelle. Había casas religiosas gobernadas, no según la regla, sino según
los deseos de los monjes y monjas de alta alcurnia. En muchos casos se descuidaba
la oración, que supuestamente era la ocupación principal de los religiosos. [Historia
de Cristianismo Vol. 2, Page 23]
A todo esto se sumaba el poco caso que se le hacía al
celibato. Los hijos bastardos de los obispos se movían en medio de la nobleza,
reclamando abiertamente la sangre de que eran herederos. Hasta el dignísimo don
Pedro González de Mendoza, quien sucedió a don Alonso Carrillo como arzobispo
de Toledo, tenía por lo menos dos hijos bastardos, a quienes más tarde, sobre
la base del arrepentimiento del Arzobispo, Isabel declaró legítimos. Si tal era
el caso entre el alto clero, la situación no era mejor entre los curas
párrocos, muchos de los cuales vivían públicamente con sus concubinas e hijos.
Y, puesto que tal concubinato no tenía la permanencia del matrimonio, eran
muchos los sacerdotes que tenían hijos de varias mujeres. Isabel y Fernando
habían ascendido juntamente al trono de Castilla, aunque, según las
estipulaciones que habían sido hechas antes de su matrimonio, Fernando no podía
intervenir en los asuntos internos de Castilla contra el deseo de la Reina,
quien era la heredera del trono. La actitud de los dos cónyuges hacia la vida
eclesiástica y religiosa era muy distinta. Fernando había tenido amplios
contactos con Italia, y la actitud renacentista de quienes veían en la iglesia
un instrumento para sus fines políticos se había adueñado de él. Isabel, por su
parte, era mujer devota, y seguía rigurosamente las horas de oración. Para
ella, las costumbres licenciosas y belicosas del clero eran un escándalo. A
Fernando le preocupaba el excesivo poder de los obispos, convertidos en grandes
señores feudales. En consecuencia, cuando los intereses políticos de Fernando
coincidían con los propósitos reformadores de Isabel, la reforma marchó
adelante. Y cuando no coincidían, Isabel hizo valer su voluntad en Castilla, y
Fernando en Aragón. A fin de reformar el alto clero, los Reyes Católicos
obtuvieron de Roma el derecho de nombrarlo. Para Fernando, se trataba de una
medida necesaria desde el punto de vista político, pues la corona no podía ser
fuerte en tanto no contase con el apoyo y la [Historia del Cristianismo Vol. 2,
Page 24] lealtad de los prelados.
Isabel veía esta realidad, y concordaba con Fernando,
pues siempre fue mujer sagaz en asuntos de política. Pero además estaba
convencida de la necesidad de reformar la iglesia en sus dominios, y el único
modo de hacerlo era teniendo a su disposición el nombramiento de quienes debían
ocupar altos cargos eclesiásticos. Prueba de esta actitud divergente de los
soberanos es el hecho de que, mientras en Castilla Isabel se esforzaba por
encontrar personajes idóneos para ocupar las sedes vacantes, en Aragón Fernando
hacía nombrar arzobispo de Zaragoza a su hijo bastardo don Fernando, quien
contaba seis años de edad. De todos los nombramientos que la Reina pudo hacer
gracias a sus gestiones en Roma, ninguno tuvo consecuencias tan notables como
el de Francisco Jiménez de Cisneros, a quien hizo arzobispo de Toledo. Cisneros
era un fraile franciscano en quien se combinaban la pobreza y austeridad franciscanas
con el humanismo erasmista. Antes de ser arzobispo, había dado amplias muestras
tanto de su temple como de su erudición. De joven había chocado con los
intereses del arzobispo Alonso Carrillo de Albornoz, y pasó diez años preso,
sin ceder. Después se dedicó a estudiar hebreo y caldeo, y fue visitador de la
diócesis de Sigüenza, cuyo obispo se ocupaba de su rebaño más de lo que se
acostumbraba en esa época. Decidió entonces retirarse a un monasterio
franciscano, donde abandonó su nombre anterior de Gonzalo y tomó el de
Francisco, por el que lo conoce la posteridad. Cuando don Pedro González de
Mendoza sucedió al arzobispo Carrillo, le recomendó a la Reina que tomara por
confesor al docto y devoto Fray Francisco. Este accedió a condición de que se le
permitiera continuar viviendo en un convento [Historia del Cristianismo Vol. 2,
Page 25] y guardar estrictamente su voto de pobreza.
Pronto se convirtió en uno de los consejeros de
confianza de la Reina, y cuando quedó vacante la sede de Toledo, por haber
muerto el cardenal Mendoza, la Reina decidió que Fray Francisco era la persona
llamada a ocupar ese cargo. A ello se oponían el Rey, que quería nombrar a su
hijo don Fernando, y la familia del fenecido arzobispo, que esperaba que se
nombrara a uno de entre ellos. Empero la Reina se mostró firme en su decisión
y, sin dejárselo saber a Jiménez de Cisneros, envió su nombre a Roma, donde
obtuvo de Alejandro VI su nombramiento como arzobispo de Toledo y primer
prelado de la iglesia española. Resulta irónico que fuese el papa Alejandro VI,
de tristísima memoria y peor reputación, quien dio las bulas del nombramiento
de Cisneros, el gran reformador de la iglesia española. Cuando el fraile
recibió de manos de la Reina el nombramiento pontificio, se negó a aceptarlo, y
fue necesaria otra bula de Alejandro para obligarlo a ceder. Isabel y Fray
Francisco colaboraron en la reforma de los conventos. La Reina se ocupaba
mayormente de las casas de religiosas, y el Arzobispo de los monjes y frailes.
Sus métodos eran distintos, pues mientras Cisneros hacía uso directo de su
autoridad, ordenando que se tomaran medidas reformadoras, la Reina utilizaba
procedimientos menos directos. Cuando decidía visitar un convento, llevaba
consigo la rueca o alguna otra labor manual, a la que se dedicaba en compañía de
las monjas. Allí, en amena conversación, se enteraba de lo que estaba
sucediendo en la casa y, si encontraba algo fuera de lugar, les dirigía a las
monjas palabras de exhortación. Insistía particularmente en que se guardase la
más estricta clausura. Por lo general, con esto bastaba. Pero cuando le
llegaban noticias de que algún convento no había mejorado su disciplina a pesar
de sus exhortaciones, acudía a su autoridad real, y en tales casos sus penas
podían ser severas. Los métodos de Cisneros pronto le crearon enemigos, y tanto
el cabildo de Toledo como algunos de entre los franciscanos enviaron protestas
a Roma. En respuesta a tales protestas, Alejandro VI ordenó que se detuvieran
las medidas reformadoras, hasta tanto pudiera investigarse el asunto. Pero una
vez más la Reina intervino, y obtuvo de Roma, no sólo el permiso para continuar
la labor reformadora, sino también la autoridad necesaria para llevarla a cabo
más eficazmente.
Fuente: GONZALES, JUSTO L. 1994 Historia
del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial
Caribe, Miami, Fla, pag.23-25
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