![]() | ||
Tomás de Torquemada, inquisidor general de la Corona de Castilla |
Todo lo que antecede
puede dar la impresión de que el gobierno de los Reyes Católicos fue tal que en
él se permitió la libertad de opiniones y de culto. Pero lo cierto es todo lo
contrario. Las mismas personas que abogaban por el estudio de la Biblia y de
las letras clásicas estaban convencidas de la necesidad de que no hubiese en
España más que una religión, y que esa fe fuese perfectamente ortodoxa. Tanto
Isabel como Cisneros creían que la unidad del país y la voluntad de Dios exigían
que se arrancara todo vestigio de judaísmo, mahometismo y herejía. Tal fue el
propósito de la Inquisición española, que data del año 1478.
Empero antes de
pasar a tratar acerca de esta forma particular de la Inquisición, debemos
recordarle al lector que esa institución tenía viejas raíces en la tradición
medieval. Ya en el siglo IV se había condenado a muerte al primer hereje.
Después la tarea inquisitorial quedó en manos de las autoridades locales. En el
siglo XIII, como parte de la labor centralizadora de Inocencio III, se colocó
bajo supervisión pontificia. Así se practicó en toda Europa por varios siglos,
aunque no siempre con el mismo rigor. La principal innovación de la Inquisición
española estuvo en colocarla, no bajo la supervisión papal, sino bajo la de la
corona. En 1478, el papa Sixto IV accedió a una petición en ese sentido por
parte de los Reyes Católicos. Los motivos por los cuales los soberanos hicieron
tal petición no están del todo claros. Por una parte, el papado pasaba por
tiempos difíciles, y no cabe duda de que Isabel estaba convencida de que la
reforma y purificación de la iglesia española tendrían que proceder de la
corona, y no del papado. Por otra parte, la sujeción de la Inquisición al poder
real era un instrumento valioso en manos de los monarcas, enfrascados en un
gran proyecto de fortalecer ese poder.
En todo caso, cuando llegó la bula
papal, Isabel demoró algún tiempo en aplicarla. Primero desató una vasta
campaña de predicación contra la herejía, al parecer con la esperanza de que
muchos abandonaran sus errores voluntariamente. Cuando por fin se comenzó a
aplicar el decreto papal, primeramente sólo en Sevilla, hubo fuertes protestas
que llegaron a Roma. En 1482, cuando las relaciones entre el Papa y España eran
tirantes debido a varios conflictos políticos en Italia, Sixto IV canceló su
bula anterior, aduciendo las quejas que le habían llegado desde España. Pero al
año siguiente, tras una serie de gestiones en la que estuvo envuelto Rodrigo
Borgia, el futuro Alejandro VI, la Inquisición española fue restaurada. Fue
entonces cuando se nombró Inquisidor General de la Corona de Castilla al
dominico Tomás de Torquemada, cuya intolerancia y crueldad se han hecho
famosas.
En Aragón, el reino que le correspondía como herencia a Fernando, el
curso de la Inquisición fue paralelo al que siguió en Castilla. En los últimos
años antes del advenimiento de Fernando al trono, la actividad inquisitorial
había sido mayor en Aragón que en Castilla, y por tanto el país estaba más
acostumbrado a tales procesos. Pero allí también surgió oposición,
particularmente por parte de quienes creían que la inquisición real era una
usurpación de la autoridad eclesiástica. Al igual que en Castilla, hubo un
breve período en que, por las mismas razones políticas, el Papa le retiró a la
corona el poder de dirigir la Inquisición, que antes le había otorgado. Pero a
la postre Roma accedió a las peticiones españolas, y el Santo Oficio quedó bajo
la dirección de la corona. [Historia del Cristianismo vol.2, pág. 28]
Pocos meses después de ser nombrado Inquisidor
General de Castilla, Torquemada recibió una autoridad semejante para el reino
de Aragón. Mucho se ha discutido acerca de la Inquisición española. Por lo
general, los autores católicos conservadores tratan de probar que las
injusticias cometidas no fueron tan grandes como se ha dicho, y que el Santo
Oficio era una institución necesaria. Frente a ellos, los protestantes la han
descrito como una tiranía insoportable, y una fuerza oscurantista. La verdad es
que ambas interpretaciones son falsas.
Los crímenes de la Inquisición no pueden
cubrirse diciendo sencillamente que no fueron tantos ni tan graves, o
argumentando que era una institución necesaria para la unidad religiosa del
país. Pero tampoco hay pruebas de que la Inquisición española, especialmente en
sus primeras décadas, fuese una institución impopular, ni que se complaciera en
perseguir a los estudiosos. Al contrario, hubo muchos casos en los que los
letrados emplearon los medios del Santo Oficio para hacer callar a los místicos
y visionarios que representaban a las clases más bajas de la sociedad (y en
particular a las mujeres que decían tener visiones). Aunque algunos sabios,
como Fray Luis de León, pasaron años en
las cárceles inquisitoriales, la mayoría de los letrados de la época veía en la
Inquisición un instrumento para la defensa de la verdad.
También hay fuertes
indicios de que, al menos al principio, la Inquisición fue una institución que
gozó del favor del pueblo. Las tensiones entre los “cristianos viejos” y los
conversos del judaísmo eran enormes. Aunque durante buena parte de la Edad
Media España había sido más tolerante hacia los judíos que el resto de Europa,
en la época que estamos estudiando, y ya desde un siglo antes, las condiciones
empezaron a cambiar. El creciente sentimiento nacionalista español, unido como
estaba a la fe católica y a la idea de la Reconquista, fomentaba la
intolerancia para con los judíos y los moros. A esa intolerancia se le daba un
barniz religioso que parecía justificarla. Ahora bien, cuando, ya fuese por
motivos de convicción, ya cediendo a la enorme presión que se les aplicaba, los
moros y los judíos se convertían, se perdía esa excusa religiosa para odiarlos.
Pero aparecía entonces otra nueva razón de la discriminación: se decía que los
conversos no lo eran de veras, que secretamente continuaban practicando ritos
de su vieja religión, y que se burlaban en privado de la fe cristiana.
Luego
muchos de los conversos, que pudieron haber creído que las aguas bautismales
los librarían del estigma que iba unido a su vieja religión, se vieron ahora
acusados de herejes, y sujetos por tanto a los rigores de la Inquisición, en
los que consentían los “cristianos viejos”, que así podían sentirse superiores
a los conversos. Puesto que su propósito era extirpar la herejía, y para ser
hereje es necesario ser cristiano, la Inquisición no tenía jurisdicción sobre
judíos o musulmanes, sino sólo sobre los conversos. Contra ellos se aplicó
enorme rigor. Mientras la Inquisición medieval había permitido que, en casos
excepcionales, no se divulgaran los nombres de los acusadores de un reo, en la
española esa regla de excepción se volvió práctica usual, pues se decía que el
poder de los conversos era tal que, si se sabía quién había acusado a uno de
entre ellos, los demás tomarían represalias, y por tanto se temía por la vida
de los testigos. El resultado fue privar al acusado de uno de los elementos más
necesarios para una defensa eficaz. Además se aplicaba la tortura con harta
frecuencia, y de ese modo se arrancaban tanto confesiones como nuevas
acusaciones contra otras personas. Frecuentemente los procesos tomaban largos
años, durante los cuales eran cada] vez más los implicados. [Historia del Cristianismo vol.2, pág. 29]
Y si, caso raro, el
acusado resultaba absuelto, había pasado buena parte de su vida encerrado en
las cárceles inquisitoriales, y no tenía modo alguno de establecer recurso
contra sus falsos acusadores, pues ni siquiera sabía quiénes eran. Por muchas
razones históricas que se den, no es posible justificar todo esto a base de la
fe cristiana. También se ha discutido muchísimo acerca de los motivos
económicos envueltos en la Inquisición española. En ella se aplicaban los
principios medievales, según los cuales los bienes de todo condenado a muerte
eran confiscados.
Al principio, tanto esos bienes como las diversas multas que
se imponían se dedicaban a obras religiosas, por lo general en la parroquia del
condenado. Pero esto a su vez se prestaba a abusos, y los soberanos comenzaron
a fiscalizar más de cerca a los inquisidores, haciendo que los fondos
recaudados fuesen a dar al tesoro real. Hasta qué punto estas medidas se
debieron a la codicia de los reyes, y hasta qué punto fueron un intento sincero
de evitar los abusos a que la Inquisición se prestaba, no hay modo de saberlo.
Pero en todo caso el hecho es que la corona se benefició con los procesos
inquisitoriales.
Otra fuente de ingresos eran las “reconciliaciones” que se
hacían mediante el pago de una suma. La más notable fue la reconciliación
general de los años 1495 al 1497, que se utilizó para cubrir las deudas de la
guerra de Granada. En este caso particular, no cabe duda de que la intención de
los Reyes era tanto evitar los sufrimientos que los juicios y castigos
acarreaban para los conversos y sus familias como resarcirse de los gastos de
la guerra. Cualesquiera hayan sido los motivos de los monarcas, no puede
dudarse que la Inquisición se prestaba a los malos manejos y la codicia desmedida.
Poco después de la muerte de Isabel, el Santo Oficio había caído en descrédito
por esas razones, y Fernando tuvo que intervenir en el asunto, nombrando
Inquisidor General a Francisco Jiménez de Cisneros. Aunque el franciscano no
fue tan terrible como Torquemada, resulta notable que el inspirador de la
Políglota Complutense y de la universidad de Alcalá fuese también el Gran
Inquisidor. En ello tenemos un ejemplo de lo que sería la forma característica
de la reforma católica, particularmente en España, de combinar la erudición con
la intolerancia. Isabel no era más tolerante que su confesor, como puede verse
en la expulsión de los judíos.
Mientras la Inquisición se ocupaba de los
conversos, los judíos que permanecían firmes en la fe de sus antepasados no
caían bajo su jurisdicción. Pero se les acusaba de mantener contactos con los
conversos, con lo cual, según se decía, los incitaban a judaizar. Además, se
comentaba que los judíos tenían enormes riquezas, y que aspiraban a adueñarse
del país. Todo esto no era más que falsos rumores nacidos del prejuicio, la
ignorancia y el temor. A mediados de 1490 se produjo el incidente del “santo
niño de la Guardia”. Un grupo de judíos y conversos fue acusado de matar a un
niño en forma ritual, con el propósito de utilizar su corazón, y una hostia
consagrada, para maleficios contra los cristianos. En el convento de Santo
Domingo, en Avila, Torquemada dirigió la investigación. Los acusados fueron
declarados culpables, y quemados en noviembre de 1491 en las afueras de Avila.
Hasta el día de hoy los historiadores no concuerdan acerca de si de veras hubo
un niño sacrificado o no. Pero de lo que no cabe duda es de que, si existió una
conspiración, se trataba de un pequeño grupo fanático, que no representaba en
modo alguno a la comunidad judía. En todo caso, el hecho es que la enemistad de
los cristianos contra los judíos se exacerbó. En varios lugares se produjeron motines y matanzas de judíos. [Historia
del Cristianismo vol.2, pag.30]
De acuerdo a sus
obligaciones legales, los Reyes defendieron a los judíos, aunque esa defensa no
fue decidida, y los cristianos que cometieron atropellos contra los hijos de
Israel no fueron castigados. Lo que sucedía era, en parte al menos, que la
Reina estaba convencida de que era necesario buscar la unidad política y
religiosa de España. Esa unidad era una exigencia política y religiosa;
política, porque las circunstancias la exigían; religiosa, porque tal era,
según Isabel, la voluntad de Dios. El golpe decisivo contra los judíos llegó
poco después de la conquista de Granada.
Una vez destruido el último baluarte
musulmán en la Península, pareció aconsejable ocuparse del “problema” de los
judíos. Casi todos los documentos, tanto cristianos como judíos, dan a entender
que Isabel fue, más que Fernando, quien concibió el proyecto de expulsión. El
decreto, publicado el 31 de marzo de 1492, les daba a los judíos cuatro meses
para abandonar todas las posesiones de los Reyes, tanto en España como fuera de
ella. Se les permitía vender sus propiedades, pero les estaba prohibido sacar
del país oro, plata, armas y caballos. Luego, el único medio que los hijos de
Israel tenían para salvar algo de sus bienes eran las letras de cambio,
disponibles principalmente a través de banqueros italianos. Entre tales
banqueros y los especuladores que se dedicaron a aprovechar la coyuntura, los
judíos fueron esquilmados, aunque los Reyes trataron de evitar los abusos
económicos.
Al parecer, los Reyes esperaban que muchos judíos decidieran
aceptar el bautismo antes que abandonar el país que era su patria, y donde
habían vivido por largas generaciones. Con ese fin decretaron que quien
aceptara el bautismo podría permanecer en el país, y además enviaron
predicadores que anunciaran, no sólo la verdad de la fe cristiana, sino también
las ventajas del bautismo. Unas pocas familias ricas se bautizaron, y de ese
modo lograron conservar sus bienes y su posición social. Esos pocos bautismos
fueron hechos con gran solemnidad, al parecer con la esperanza de inducir a
otros judíos a seguir el mismo camino. Pero la mayoría de ellos mostró una
firmeza digna de los mejores episodios del Antiguo Testamento. Mejor marchar al
exilio que inclinarse ante el Dios de los cristianos y abandonar la fe de sus
antepasados.
Los sufrimientos de aquel nuevo exilio del pueblo de Israel fueron
indecibles. Entre 50.000 y 200.000 judíos abandonaron su tierra natal y
partieron hacia futuros inciertos. Muchos fueron saqueados o asesinados por
bandidos o por quienes les ofrecieron transporte. De los que partieron hacia la
costa norte de África, la mayoría pereció. Un buen número se refugió en
Portugal, en espera de que las circunstancias cambiaran en España. Pero cuando
el Rey de Portugal quiso casarse con una de las hijas de Isabel, ésta exigió
que los judíos fueran expulsados de ese reino, enviándolos así a un nuevo
exilio. La pérdida que todo esto representó para España ha sido señalada
repetidamente por los historiadores. Entre los judíos se contaban algunos de
los elementos más productivos del país, cuya partida privó a la nación de su
industria e ingenio. Además, muchos de ellos eran banqueros que repetidamente
habían servido a la corona en momentos difíciles. A partir de entonces, el
tesoro español tendría que recurrir a prestamistas italianos o alemanes, en
perjuicio económico de España. La situación de los moros era semejante a la de
los judíos. Mientras quedaron tierras musulmanas en la Península, la mayoría de
los gobernantes cristianos siguió la política de permitirles a sus súbditos
musulmanes practicar libremente su religión, pues de otro modo estarían
incitándoles a la rebelión y a la traición. Historia del Cristianismo vol.2, pág.
31]
Pero una vez conquistado el reino de Granada
la situación política cambió. Aunque en las Capitulaciones de Granada se
estipulaba que los musulmanes tendrían libertad para continuar practicando su
religión, ley y costumbres, ese tratado no fue respetado, pues no había un
estado musulmán capaz de obligar a los reyes cristianos a ello. Pronto el
arzobispo Cisneros y el resto del clero se dedicaron a tratar de forzar a los
moros a convertirse. El celo de Cisneros llevó a los musulmanes a la rebelión,
que a la postre fue ahogada en sangre. A fin de evitar otras rebeliones
semejantes, los Reyes ordenaron que también los moros de Castilla, como antes
los judíos, tendrían que escoger entre el bautismo y el exilio.
Poco después,
cuando se vio que posiblemente el éxodo sería masivo, se les prohibió emigrar,
con lo cual quedaron obligados a recibir el bautismo. A estos moros bautizados
se les dio el nombre de “moriscos”, y desde el punto de vista de la iglesia y
del gobierno español fueron siempre un problema, por su falta de asimilación.
En 1516 Cisneros, a la sazón regente del reino, trató de obligarlos a abandonar
su traje y sus usos, aunque sin éxito. Mientras todo esto estaba teniendo lugar
en Castilla, en Aragón eran todavía muchos los moros que no habían recibido el
bautismo. Aunque Carlos V había prometido respetar sus costumbres, el papa
Clemente VII lo libró de su juramento y lo instó a forzar a los moros de Aragón
a bautizarse. A partir de entonces se siguió una política cada vez más
intolerante, primero hacia los
musulmanes, y después hacia los moriscos, hasta que los últimos moriscos fueron
expulsados a principios del siglo XVII. Todo lo que antecede ilustra la política
religiosa de Isabel, que fue también la de España por varios siglos. Al tiempo
que se buscaba reformar la iglesia mediante la regulación de la vida del clero
y el fomento de los estudios teológicos, se era extremadamente intolerante
hacia todo lo que no se ajustara a la religión del estado. Luego, Isabel fue la
fundadora de la reforma católica, que se abrió paso primero en España y después
fuera de ella, y esa reforma llevó el sello de la gran Reina de Castilla.
Fuente: GONZALES,
JUSTO L. 1994 Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la
Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.28-31
No hay comentarios:
Publicar un comentario