viernes, 24 de junio de 2016

La era de los reformadores: La reforma del clero



Francisco Jiménez de Cisneros

Cuando Isabel y Fernando heredaron la corona de Castilla, a la muerte del medio hermano de Isabel, Enrique IV, la iglesia española se hallaba en urgente necesidad de reforma. Durante los años de incertidumbre política que precedieron a la muerte de Enrique IV, el alto clero se había dedicado a las prácticas belicosas que, según vimos, eran características de muchos de los prelados de fines de la Edad Media. En esto España no difería del resto de Europa, pues sus obispos con frecuencia resultaban ser más guerreros que pastores, y se involucraron de lleno en las intrigas políticas de la época, no por el bien de sus rebaños, sino por sus propios intereses políticos y económicos. Ejemplo de esto fue el arzobispo de Toledo don Alonso Carrillo de Albornoz, quien,  fue uno de los principales arquitectos del alza política de Isabel y de su matrimonio con Fernando. El bajo clero, aunque privado del poder y los lujos de los prelados, no estaba en mejores condiciones de servir al pueblo. Los sacerdotes eran en su mayoría ignorantes, incapaces de responder a las más sencillas preguntas religiosas por parte de sus feligreses, y muchos de ellos no sabían más que decir de memoria la misa, sin entender qué era lo que estaban diciendo. Además, puesto que el alto clero cosechaba la mayor parte de los ingresos de la iglesia, los sacerdotes se veían sumidos en una pobreza humillante, y frecuentemente descuidaban sus labores pastorales. En los conventos y monasterios la situación no era mucho mejor. Aunque en algunos se seguía tratando de cumplir la regla monástica, en otros se practicaba la vida muelle. Había casas religiosas gobernadas, no según la regla, sino según los deseos de los monjes y monjas de alta alcurnia. En muchos casos se descuidaba la oración, que supuestamente era la ocupación principal de los religiosos. [Historia de Cristianismo Vol. 2, Page 23]  


A todo esto se sumaba el poco caso que se le hacía al celibato. Los hijos bastardos de los obispos se movían en medio de la nobleza, reclamando abiertamente la sangre de que eran herederos. Hasta el dignísimo don Pedro González de Mendoza, quien sucedió a don Alonso Carrillo como arzobispo de Toledo, tenía por lo menos dos hijos bastardos, a quienes más tarde, sobre la base del arrepentimiento del Arzobispo, Isabel declaró legítimos. Si tal era el caso entre el alto clero, la situación no era mejor entre los curas párrocos, muchos de los cuales vivían públicamente con sus concubinas e hijos. Y, puesto que tal concubinato no tenía la permanencia del matrimonio, eran muchos los sacerdotes que tenían hijos de varias mujeres. Isabel y Fernando habían ascendido juntamente al trono de Castilla, aunque, según las estipulaciones que habían sido hechas antes de su matrimonio, Fernando no podía intervenir en los asuntos internos de Castilla contra el deseo de la Reina, quien era la heredera del trono. La actitud de los dos cónyuges hacia la vida eclesiástica y religiosa era muy distinta. Fernando había tenido amplios contactos con Italia, y la actitud renacentista de quienes veían en la iglesia un instrumento para sus fines políticos se había adueñado de él. Isabel, por su parte, era mujer devota, y seguía rigurosamente las horas de oración. Para ella, las costumbres licenciosas y belicosas del clero eran un escándalo. A Fernando le preocupaba el excesivo poder de los obispos, convertidos en grandes señores feudales. En consecuencia, cuando los intereses políticos de Fernando coincidían con los propósitos reformadores de Isabel, la reforma marchó adelante. Y cuando no coincidían, Isabel hizo valer su voluntad en Castilla, y Fernando en Aragón. A fin de reformar el alto clero, los Reyes Católicos obtuvieron de Roma el derecho de nombrarlo. Para Fernando, se trataba de una medida necesaria desde el punto de vista político, pues la corona no podía ser fuerte en tanto no contase con el apoyo y la [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 24] lealtad de los prelados. 


Isabel veía esta realidad, y concordaba con Fernando, pues siempre fue mujer sagaz en asuntos de política. Pero además estaba convencida de la necesidad de reformar la iglesia en sus dominios, y el único modo de hacerlo era teniendo a su disposición el nombramiento de quienes debían ocupar altos cargos eclesiásticos. Prueba de esta actitud divergente de los soberanos es el hecho de que, mientras en Castilla Isabel se esforzaba por encontrar personajes idóneos para ocupar las sedes vacantes, en Aragón Fernando hacía nombrar arzobispo de Zaragoza a su hijo bastardo don Fernando, quien contaba seis años de edad. De todos los nombramientos que la Reina pudo hacer gracias a sus gestiones en Roma, ninguno tuvo consecuencias tan notables como el de Francisco Jiménez de Cisneros, a quien hizo arzobispo de Toledo. Cisneros era un fraile franciscano en quien se combinaban la pobreza y austeridad franciscanas con el humanismo erasmista. Antes de ser arzobispo, había dado amplias muestras tanto de su temple como de su erudición. De joven había chocado con los intereses del arzobispo Alonso Carrillo de Albornoz, y pasó diez años preso, sin ceder. Después se dedicó a estudiar hebreo y caldeo, y fue visitador de la diócesis de Sigüenza, cuyo obispo se ocupaba de su rebaño más de lo que se acostumbraba en esa época. Decidió entonces retirarse a un monasterio franciscano, donde abandonó su nombre anterior de Gonzalo y tomó el de Francisco, por el que lo conoce la posteridad. Cuando don Pedro González de Mendoza sucedió al arzobispo Carrillo, le recomendó a la Reina que tomara por confesor al docto y devoto Fray Francisco. Este accedió a condición de que se le permitiera continuar viviendo en un convento [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 25] y guardar estrictamente su voto de pobreza. 


Pronto se convirtió en uno de los consejeros de confianza de la Reina, y cuando quedó vacante la sede de Toledo, por haber muerto el cardenal Mendoza, la Reina decidió que Fray Francisco era la persona llamada a ocupar ese cargo. A ello se oponían el Rey, que quería nombrar a su hijo don Fernando, y la familia del fenecido arzobispo, que esperaba que se nombrara a uno de entre ellos. Empero la Reina se mostró firme en su decisión y, sin dejárselo saber a Jiménez de Cisneros, envió su nombre a Roma, donde obtuvo de Alejandro VI su nombramiento como arzobispo de Toledo y primer prelado de la iglesia española. Resulta irónico que fuese el papa Alejandro VI, de tristísima memoria y peor reputación, quien dio las bulas del nombramiento de Cisneros, el gran reformador de la iglesia española. Cuando el fraile recibió de manos de la Reina el nombramiento pontificio, se negó a aceptarlo, y fue necesaria otra bula de Alejandro para obligarlo a ceder. Isabel y Fray Francisco colaboraron en la reforma de los conventos. La Reina se ocupaba mayormente de las casas de religiosas, y el Arzobispo de los monjes y frailes. Sus métodos eran distintos, pues mientras Cisneros hacía uso directo de su autoridad, ordenando que se tomaran medidas reformadoras, la Reina utilizaba procedimientos menos directos. Cuando decidía visitar un convento, llevaba consigo la rueca o alguna otra labor manual, a la que se dedicaba en compañía de las monjas. Allí, en amena conversación, se enteraba de lo que estaba sucediendo en la casa y, si encontraba algo fuera de lugar, les dirigía a las monjas palabras de exhortación. Insistía particularmente en que se guardase la más estricta clausura. Por lo general, con esto bastaba. Pero cuando le llegaban noticias de que algún convento no había mejorado su disciplina a pesar de sus exhortaciones, acudía a su autoridad real, y en tales casos sus penas podían ser severas. Los métodos de Cisneros pronto le crearon enemigos, y tanto el cabildo de Toledo como algunos de entre los franciscanos enviaron protestas a Roma. En respuesta a tales protestas, Alejandro VI ordenó que se detuvieran las medidas reformadoras, hasta tanto pudiera investigarse el asunto. Pero una vez más la Reina intervino, y obtuvo de Roma, no sólo el permiso para continuar la labor reformadora, sino también la autoridad necesaria para llevarla a cabo más eficazmente.



Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.23-25

sábado, 18 de junio de 2016

La era de los reformadores: Isabel la católica



Isabel la católica
Aunque es costumbre comenzar a hablar acerca de la Reforma tratando acerca de Alemania y la experiencia y teología de Lutero, el hecho es que el trasfondo político y eclesiástico de la época puede entenderse mejor tomando otros puntos de partida. El que aquí hemos escogido, que podrá parecerle extraño al lector, tiene ciertas ventajas. 
 
La primera de ellas es que muestra la continuidad entre las ansias reformadoras que hemos visto anteriormente, y los acontecimientos del siglo XVI. Lutero no apareció en medio del vacío, sino que fue el resultado de los “sueños frustrados” de generaciones anteriores. Y su protesta tomó la dirección que es de todos sabida debido en parte a condiciones políticas que se relacionaban estrechamente con la hegemonía española. 
La segunda ventaja de nuestro punto de partida es que nos ayuda a trazar el marco político dentro del cual tuvieron lugar acontecimientos que frecuentemente se describen en un plano puramente teológico. Catalina de Aragón, la primera esposa a quien Enrique VIII de Inglaterra repudió, era hija de Isabel. 
Carlos V, el emperador a quien Lutero se enfrentó en Worms, era nieto de la gran reina española, y por tanto sobrino de Catalina. Felipe II, el hijo de Carlos V y bisnieto de Isabel, se casó con su prima segunda María Tudor, reina de Inglaterra y nieta de Isabel. Todo esto, que presentado tan rápidamente puede parecer muy complicado, será explicado más adelante en el curso de esta historia. Lo hacemos constar aquí sencillamente para mostrar la importancia de Isabel y su descendencia en todo el proceso político y religioso del siglo XVI.
Por último, desde nuestra perspectiva hispánica, este punto de partida nos ayuda a corregir varias falsas impresiones que podamos haber recibido de una historia escrita principalmente desde una perspectiva alemana o anglosajona. Durante la época de la Reforma, España era un centro de actividad intelectual y reformadora. Si bien es cierto que la Inquisición fue frecuentemente una fuerza opresora, no es menos cierto que en muchos otros países, tanto católicos como protestantes, había otras fuerzas de la misma índole. Además, mucho antes de la protesta de Lutero, las ansias reformadoras se habían [Vol. 2, Page 22] posesionado de buena parte de España, precisamente gracias a la obra de Isabel y sus colaboradores. La Reforma católica, que muchas veces recibe el nombre de “Contrarreforma”, resulta ser anterior a la protestante, si no nos olvidamos de lo que estaba teniendo lugar en España en tiempos de Isabel, y a principios del reinado de Carlos V. 
Tampoco debemos olvidar que esta “era de los reformadores” que ahora estudiamos fue la misma “era de los conquistadores” a que dedicaremos la próxima sección. Para la historia escrita desde una perspectiva alemana o anglosajona, la conquista de América por los pueblos ibéricos tiene poca importancia, y aparece como un apéndice a los acontecimientos supuestamente más importantes que estaban teniendo lugar en Alemania, Suiza, Inglaterra y Escocia. Pero el hecho es que esa conquista fue de tanta importancia para la historia del cristianismo como lo fue la Reforma protestante. Y ambos acontecimientos tuvieron lugar al mismo tiempo. 
Para subrayar esa concordancia cronológica entre la “era de los reformadores” y la “era de los conquistadores”, hemos decidido comenzar ambas secciones con el mismo personaje, frecuentemente olvidado en la historia eclesiástica, en quien se encuentran tanto las raíces de la Reforma como las de la Conquista: Isabel de Castilla, “la Católica”. Esto a su vez quiere decir que al tratar de Isabel en esta sección dirigiremos nuestra atención casi exclusivamente hacia su labor reformadora, dejando para la próxima todo lo que se refiere a su marcha hacia el trono, la conquista de Granada, el descubrimiento de América, y las primeras medidas colonizadoras y evangelizadoras. 



Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.21-22