Aunque los acontecimientos posteriores revelaron otra faceta de su
carácter, durante todo este tiempo Lutero parece haber sido un hombre
relativamente reservado, dedicado a sus estudios y a su lucha espiritual. Su
gran descubrimiento, aunque le trajo una nueva comprensión del evangelio, no lo
llevó de inmediato a protestar contra el modo en que la iglesia entendía la fe
cristiana. Al contrario, nuestro monje continuó dedicado a sus labores docentes
y pastorales y, si bien hay indicios de que enseñó su nueva teología, no
pretendió contraponerla a la que enseñaba la iglesia. Lo que es más, al parecer
él mismo no se había percatado todavía del grado en que su descubrimiento se
oponía a todo el sistema penitencial, y por tanto a la teología y las doctrinas
comunes en su época. Poco a poco, y todavía sin pretender ocasionar
controversia alguna, Lutero fue convenciendo a sus colegas en la universidad de
Wittenberg. Cuando por fin decidió que había llegado el momento de lanzar su
gran reto, compuso noventa y siete tesis, que debían servir de base para un debate
académico. En ellas, Lutero atacaba varios de los principios fundamentales de
la teología escolástica, y por tanto esperaba que la publicación de esas tesis,
y el debate consiguiente, serían una oportunidad de darle a conocer su
descubrimiento al resto de la iglesia. Pero, para su sorpresa, llegó la fecha
del debate, y solamente se le prestó atención en los círculos académicos de la
universidad. Al parecer, el descubrimiento de que el evangelio debía entenderse
de otro modo al que corrientemente se predicaba, que le parecía tan importante
a Lutero, tenía sin cuidado al resto del mundo.
Pero entonces sucedió lo inesperado. Cuando Lutero produjo otras tesis,
sin creer en modo alguno que tendría más impacto que las anteriores, se creó un
revuelo tal que a la larga toda Europa se vio envuelta en sus consecuencias. Lo
que había sucedido era que, al atacar la venta de las indulgencias, creyendo
que no se trataba más que de la consecuencia natural de lo que se había
discutido en el debate anterior, Lutero se había atrevido, aun sin saberlo, a
oponerse al lucro y los designios de varios personajes mucho más poderosos que
él. La venta de indulgencias que Lutero atacó había sido autorizada por el papa
León X, y en ella estaban envueltos los intereses económicos y políticos de la
poderosísima casa de los Hohenzollcrn, que aspiraba a la hegemonía de Alemania.
[Historia del Cristianismo Vol. 2, Pág. 39]
Uno de los miembros de esa casa, Alberto de Brandeburgo, tenía ya dos
sedes episcopales, y deseaba ocupar también el arzobispado de Mainz, que era el
más importante de Alemania. Para ello se puso en contacto con León X, uno de
los peores papas de aquella época de papas indolentes, avariciosos y
corrompidos. León le hizo saber que estaba dispuesto a concederle a Alberto lo
que pedía, a cambio de diez mil ducados. Puesto que ésta era una suma
considerable, el Papa autorizó a Alberto a proclamar una gran venta de
indulgencias en sus territorios, a cambio de que la mitad del producto fuese
enviado al erario papal. Parte de lo que sucedía era que León soñaba con
terminar la Basílica de San Pedro, comenzada por su predecesor Julio II, y
cuyas obras marchaban lentamente por falta de fondos. Luego, la gran basílica
que hoy es orgullo de la iglesia romana fue una de las causas indirectas de la
Reforma protestante. Quien se encargó de la venta de indulgencias en Alemania
central fue el dominico Juan Tetzel, hombre sin escrúpulos que a fin de
promover su mercancía hacía aseveraciones escandalosas. Así, por ejemplo,
Tetzel y sus subalternos pretendían que la indulgencia que vendían dejaba al
pecador “más limpio que al salir del bautismo”, o “más limpio que Adán antes de
caer”, que “la cruz del vendedor de indulgencias tiene tanto poder como la cruz
de Cristo”, y que, en el caso de quien compra una indulgencia para un pariente
difunto, “tan pronto como la moneda suena en el cofre, el alma sale del
purgatorio”. Tales afirmaciones causaban repugnancia entre los mejor
informados, quienes sabían que la doctrina de la iglesia no era tal como la
presentaban Tetzel y los suyos. Entre los humanistas, que se dolían de la
ignorancia y la superstición que parecían reinar por doquier, la predicación de
Tetzel era vista como un ejemplo más del triste estado a que había llegado la
iglesia. Y también se resentía el espíritu nacionalista alemán, que veía en la
venta de indulgencias un modo mediante el cual Roma esquilmaba una vez más al
pueblo alemán, aprovechando su credulidad, para luego despilfarrar en lujos y
festines los escasos recursos que los pobres alemanes habían logrado producir
con el sudor de su frente. Pero aunque muchos abrigaban tales sentimientos,
nadie protestaba, y la venta continuaba. Fue entonces cuando Lutero clavó sus
famosas noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del castillo de
Wittenberg. Esas tesis, escritas en latín, no tenían el propósito de crear una
conmoción religiosa, como había sido el caso con las anteriores. Tras aquella
experiencia, Lutero parece haber pensado que la cuestión que se debatía era
principalmente del interés de los teólogos, y que por tanto sus nuevas tesis no
tendrían más impacto que el que pudieran producir en círculos académicos. Pero
al mismo tiempo estas noventa y cinco tesis, escritas acaloradamente con un
sentimiento de indignación profunda, eran mucho más devastadoras que las
anteriores, no porque se refirieran a tantos puntos importantes de teología,
sino porque ponían el dedo sobre la llaga del resentimiento alemán contra los
explotadores extranjeros. Además, al atacar concretamente la venta de
indulgencias, ponían en peligro los proyectos de los poderosos. Aunque su
ataque era relativamente moderado, algunas de las tesis iban más allá de la
mera cuestión de la eficacia y límites de las indulgencias, y apuntaban hacia
la explotación de que el pueblo era objeto. Según Lutero, si es verdad que el
papa tiene poder para sacar las almas del purgatorio, ha de utilizar ese poder,
no por razones tan triviales como la necesidad de fondos para construir una
iglesia, sino sencillamente por amor, y ha de hacerlo gratuitamente (tesis 82).
[Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 40]
Y lo cierto es que el Papa debería dar de su propio dinero a los pobres
de quienes los vendedores de indulgencias lo exprimen, aunque tuviera que
vender la Basílica de San Pedro (tesis 51). Lutero dio a conocer sus tesis la
víspera de la fiesta de Todos los Santos, y su impacto fue tal que
frecuentemente se señala esa fecha, el 31 de octubre de 1517, como el comienzo
de la Reforma protestante. Los impresores produjeron gran número de copias de
las tesis y las distribuyeron por toda Alemania, tanto en el original latino
como en traducción alemana. El propio Lutero le había mandado una copia a
Alberto de Brandeburgo, acompañada de una carta sumamente respetuosa. Alberto
envió las tesis y la carta a Roma, pidiéndole a León X que interviniera. El
emperador Maximiliano se encolerizó ante la actitud y las enseñanzas del monje
impertinente, y le pidió también a León que interviniera. En el entretanto,
Lutero publicó una explicación de sus noventa y cinco tesis en la que, además
de aclarar lo que había querido decir en esas brevísimas proposiciones,
agudizaba su ataque contra la venta de indulgencias y la teología que le servía
de apoyo. La respuesta del Papa fue poner la cuestión bajo la jurisdicción de
los agustinos, a cuya próxima reunión capitular, que tendría lugar en Heidelberg, Lutero fue
convocado. Allá fue nuestro monje, temiendo por su vida, pues se decía que
sería condenado y quemado. Pero, para gran sorpresa suya, muchos de los monjes
se mostraron favorables a su doctrina. Algunos de los más jóvenes la acogieron
entusiastamente. Para otros, la disputa entre Lutero y Tetzel era un caso más
de la vieja rivalidad entre agustinos y dominicos, y por tanto no estaban
dispuestos a abandonar a su campeón. En consecuencia, Lutero regresó a
Wittenberg fortalecido por el apoyo de su orden, y feliz de haber ganado varios
conversos a su causa. [Historia del Cristianismo Vol. 2, Page 41]
El Papa entonces tomó otro camino. En breve debía reunirse en Augsburgo
la dieta del Imperio, es decir, la asamblea de todos los potentados alemanes,
bajo la presidencia del emperador Maximiliano. El legado papal a esa dieta era
el cardenal Cayetano, hombre de vasta erudición, cuya misión principal era
convencer a los príncipes alemanes de la necesidad de emprender una cruzada contra
los turcos, que amenazaban a Europa, y de promulgar un nuevo impuesto para ese
fin. La amenaza de los turcos era tal que Roma estaba tomando medidas para
reconciliarse con los husitas de Bohemia, aun cuando esto implicara acceder a
varias de sus demandas. Por tanto, la cruzada y el impuesto eran la principal
misión de Cayetano, a quien entonces el Papa comisionó además para que se
entrevistara con Lutero y lo obligara a retractarse. Si el monje se negaba a
ello, debía ser llevado prisionero a Roma. El elector Federico el Sabio de
Sajonia, dentro de cuya jurisdicción vivía Lutero, obtuvo del emperador
Maximiliano un salvoconducto para el fraile, quien se dispuso a acudir a
Augsburgo, aun sabiendo que poco más de cien años antes, y en circunstancias muy
parecidas, Juan Huss había sido quemado en violación de un salvoconducto
imperial. La entrevista con Cayetano no produjo el resultado apetecido. El
cardenal se negaba a discutir con el monje, y exigía su abjuración. El fraile,
por su parte, no estaba dispuesto a retractarse si no se le convencía de que
estaba equivocado. Cuando por fin se enteró de que Cayetano tenía autoridad
para arrestarlo aun en violación del salvoconducto imperial, abandonó la ciudad
a escondidas en medio de la noche, regresó a Wittenberg, y apeló a un concilio
general. Durante todo este período, Lutero había contado con la protección de
Federico el Sabio, elector de Sajonia y por tanto señor de Wittenberg. Federico
no protegía a Lutero porque estuviera convencido de sus doctrinas, sino porque
le parecía que la justicia exigía que se le juzgara debidamente. La principal
preocupación de Federico era ser un gobernante justo y sabio. Con ese propósito
fundó la universidad de Wittenberg, muchos de cuyos profesores le decían que
Lutero tenía razón, y que se equivocaban quienes lo acusaban de herejía. Por lo
menos mientras Lutero no fuese condenado oficialmente, Federico estaba
dispuesto a evitar que se cometiera con él una injusticia semejante a la que
había tenido lugar en el caso de Juan Huss. Empero la situación se hacía
difícil, pues cada vez eran más los que decían que Lutero era hereje, y por
tanto la posición de Federico se volvía precaria. En esto estaban las cosas
cuando la muerte de Maximiliano dejó vacante el trono alemán, y fue necesario
elegir un nuevo emperador. Puesto que se trataba de una dignidad electiva, y no
hereditaria, inmediatamente se empezó a discutir acerca de quién sería el
próximo emperador. Los dos candidatos más poderosos eran Carlos I de España (el
hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y por tanto nieto de Isabel) y
Francisco I de Francia. Ninguno de estos dos candidatos era del agrado del papa
León, pues ambos eran demasiado poderosos, y su elección a la dignidad imperial
quebrantaría el equilibrio de los poderes europeos que era la base de la
política papal. Carlos tenía, además de los recursos de España, que comenzaba a
recibir las riquezas del Nuevo Mundo, sus posesiones hereditarias en los Países
Bajos, Austria y el sur de Italia. Si a todo esto se le añadía el trono alemán,
su poder no tendría rival en Europa. Francisco, como rey de Francia, tampoco le
parecía aceptable al Papa, pues una unión de las coronas francesa y alemana
podía tener consecuencias funestas para el papado. Por tanto, era necesario buscar
otro candidato cuya posibilidad de ser elegido estribara, no en su poder, sino
en su prestigio de hombre sabio y justo. [Historia del Cristianismo Vol. 2,
Page 42]
Dentro de tales criterios, el candidato ideal era Federico el Sabio,
respetado por los demás señores alemanes. Si Federico resultaba electo, las
potencias europeas quedarían suficientemente divididas para permitirle al Papa
gozar de cierto poder. Por tanto, desde antes de la muerte de Maximiliano, León
había decidido acercarse a Federico, y apoyar su candidatura. Pero Federico
protegía a Lutero, al menos hasta que el fraile revoltoso fuese debidamente
juzgado. Por tanto, León decidió que lo mejor era postergar la condenación de
Lutero, y tratar de acercarse tanto al monje como al elector que lo defendía.
Con esas instrucciones envió a Alemania a Karl von Miltitz, pariente de
Federico, con una rosa de oro para el Elector en señal del favor papal, y, por
así decir, con una rama de olivo para el monje. Miltitz se entrevistó con
Lutero, y logró que éste le prometiera abstenerse de continuar la controversia,
siempre que sus enemigos hicieran lo mismo. Esto trajo una breve tregua, hasta
que el teólogo conservador Juan Eck, profesor de la universidad de Ingolstadt,
intervino en el asunto. En lugar de atacar a Lutero, lo cual le hubiera hecho
aparecer como quien había quebrantado la paz, Eck atacó a Carlstadt, otro
profesor de la universidad de Wittenberg que se había convencido de las
doctrinas de Lutero, pero que era mucho más impetuoso y exagerado que el
Reformador. Eck retó a Carlstadt a un debate que tendría lugar en la
universidad de Leipzig. Dadas las cuestiones planteadas, resultaba claro que el
propósito de Eck era atacar a Lutero a través de Carlstadt, y por tanto el
Reformador declaró que, puesto que lo que se ventilaría en Leipzig eran sus
doctrinas, él también participaría en el debate. La discusión se condujo con
todas las formalidades de los ejercicios académicos, y duró varios días. Cuando
llegó el momento en que Lutero y Eck se enfrentaron, resultó claro que el
primero era mejor conocedor de las Escrituras, mientras el segundo se hallaba
más a gusto en el derecho canónico y la teología medieval. Con toda destreza,
Eck llevó el debate hacia su propio campo, y por fin obligó a Lutero a declarar
que el Concilio de Constanza se equivocó al condenar a Huss, y que un cristiano
con la Biblia de su parte tiene más autoridad que todos los papas y los
concilios contra ella. Esto bastó. Lutero se había declarado defensor de un
hereje condenado por un concilio ecuménico. Aunque los argumentos del
Reformador resultaron mejores que los de su contrincante en muchos puntos, fue
Eck quien ganó el debate, pues en él logró demostrar lo que se había propuesto:
que Lutero era hereje, por cuanto defendía las doctrinas de los husitas. Comenzó
entonces un nuevo período de confrontaciones y peligros. Pero Lutero y los
suyos habían empleado bien el tiempo que las circunstancias políticas les
habían dado, de modo que por toda Alemania, y hasta fuera de ella, eran cada
vez más los que veían en el monje agustino al campeón de la fe bíblica. Además
del número siempre creciente de sus seguidores, particularmente entre los
profesores de Wittenberg y de otras universidades, y entre los sacerdotes más
celosos de sus responsabilidades, Lutero tenía las simpatías de los humanistas,
que veían en él un defensor de la reforma que ellos mismos propugnaban, y de
los nacionalistas, para quienes el monje era el portavoz de la protesta alemana
frente a los abusos de Roma. Luego, aunque unas semanas antes del debate de
Leipzig Carlos I de España había sido elegido emperador (con el voto de
Federico el Sabio) y por tanto el Papa no tenía que andar con los miramientos
de antes, la posición de Lutero se había fortalecido. [Historia del
Cristianismo Vol. 2, Page 43]
Muchos caballeros alemanes llegaron a enviarle mensajes prometiéndole su
apoyo armado, si el conflicto llegaba a estallar. Cuando por fin el Papa se
decidió a actuar, su acción resultó demasiado tardía e ineficiente. En la bula
Exsurge domine, León X declaraba que un jabalí salvaje había penetrado en la
viña del Señor, ordenaba que los libros de Martín Lutero fueran quemados, y le
daba al monje rebelde sesenta días para someterse a la autoridad romana, so
pena de excomunión y anatema. La bula tardó largo tiempo en llegar a manos de
Lutero, pues las circunstancias políticas eran harto complejas. En varios
lugares, al recibir copias de la bula, las obras del Reformador fueron
quemadas. Pero en otros, algunos estudiantes y otros partidarios de Lutero
prefirieron quemar algunas de las obras que se oponían al movimiento
reformador. Cuando por fin la bula le llegó a Lutero, éste la quemó, junto a
otros libros que contenían las “doctrinas papistas”. La ruptura era definitiva,
y no había modo de volver atrás. Faltaba ver todavía qué actitud tomarían los
señores alemanes, y particularmente el Emperador, pues sin ellos era poco lo
que el Papa podía hacer contra Lutero. Las gestiones que cada bando hizo fueron
demasiado numerosas para narrar aquí. Baste decir que, aunque Carlos V era
católico convencido, no dejó por ello de utilizar la cuestión de Lutero como un
arma contra el Papa cuando éste pareció inclinarse hacia su rival, Francisco I
de Francia. A la postre, tras largas idas y venidas, se resolvió que Lutero
comparecería ante la dieta del Imperio, reunida en Worms en 1521.[Historia del
Cristianismo, Vol. 2, Page 44]
Cuando Lutero llegó a Worms, fue llevado ante el Emperador y varios de
los principales personajes del Imperio. Quien estaba a cargo de interrogarlo le
presentó un montón de libros, y le preguntó si él los había escrito. Tras
examinarlos, Lutero contestó que los había escrito todos, y varios otros que no
estaban allí. Entonces su interlocutor le preguntó si continuaba sosteniendo
todo lo que había dicho en ellos, o si estaba dispuesto a retractarse de algo.
Este era un momento difícil para Lutero, no tanto porque temiera al poder
imperial, sino porque temía sobremanera a Dios. Atreverse a oponerse a toda la
iglesia y al Emperador, quien había sido ordenado por Dios, era un paso
temerario. Una vez más el monje tembló ante la majestad divina, y pidió un día
para considerar su respuesta. Al día siguiente se había corrido la voz de que
Lutero comparecería ante la dieta, y la concurrencia era grande. La presencia
del Emperador en Worms, rodeado de soldados españoles que abusaban del pueblo,
había exacerbado el sentimiento nacional. Una vez más, en medio del mayor
silencio, se le preguntó a Lutero si se retractaba. El monje contestó diciendo
que mucho de lo que había escrito no era más que la doctrina cristiana que tanto
él como sus enemigos sostenían, y que por tanto nadie debía pedirle que se
retractara de ello. Otra parte trataba acerca de la tiranía y las injusticias a
que estaban sometidos los alemanes, y tampoco de esto se retractaba, pues tal
no era el propósito de la dieta, y tal abjuración sólo contribuiría a aumentar
la injusticia que se cometía. La tercera parte, que consistía en ataques contra
ciertos individuos y en puntos de doctrina que sus contrincantes rechazaban,
quizá había sido dicha con demasiada aspereza. Pero tampoco de ella se
retractaba, de no ser que se le convenciera de que estaba equivocado. Su interlocutor insistió: “¿Te retractas, o
no?” Y a ello respondió Lutero, en alemán y desdeñando por tanto el latín de
los teólogos: “No puedo ni quiero retractarme de cosa alguna, pues ir contra la
conciencia no es justo ni seguro. Dios me ayude. Amén". Al quemar la bula
papal, Lutero había roto definitivamente con Roma. Ahora, en Worms, rompía con
el Imperio. No le faltaban por tanto razones para clamar: “Dios me ayude”.
Fuente: GONZALES, JUSTO L. 1994 Historia del Cristianismo Tomo
2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami,
Fla, pag.39-45