sábado, 30 de julio de 2016

La era de los reformadores: La peregrinación espiritual




Lutero nació en 1483, en Eisleben, Alemania, donde su padre, de origen campesino, trabajaba en las minas. Siete años antes Isabel había heredado el trono de Castilla. Aunque esto no se relaciona directamente con la juventud de Lutero, pues Castilla era entonces solamente un pequeño reino a centenares de kilómetros de distancia, lo mencionamos para que el lector vea que, antes del nacimiento de Lutero, se habían empezado a tomar en España las medidas reformadoras que hemos mencionado en el capítulo anterior. La niñez del pequeño Martín no fue feliz. Sus padres eran en extremo severos con él, y muchos años más tarde él mismo contaba con amargura algunos de los castigos que le habían sido impuestos. Durante toda su vida fue presa de períodos de depresión y angustia profundas, y hay quien piensa que esto se debió en buena medida a la austeridad excesiva de sus años mozos. En la escuela sus primeras experiencias no fueron mejores, pues después se quejaba de cómo lo habían golpeado por no saber sus lecciones. Aunque todo esto no ha de exagerarse, no cabe duda de que dejó una huella permanente en el carácter del joven Martín. En julio de 1505, poco antes de cumplir los veintidós años de edad, Lutero ingresó al monasterio agustino de Erfurt. Las causas que lo llevaron a dar ese paso fueron muchas. Dos semanas antes, cuando en medio de una tormenta eléctrica se había sentido sobrecogido por el temor a la muerte y al infierno, le había prometido a Santa Ana que se haría monje. Algún tiempo después, él mismo diría que los rigores de su hogar lo llevaron al monasterio. Por otra parte, su padre había decidido que su hijo sería abogado, y había hecho grandes esfuerzos por procurarle una educación apropiada para esa carrera. Lutero no quería ser abogado, y por tanto es muy posible que, aun sin saberlo, haya interpuesto la vocación monástica entre sus propios deseos y los proyectos de su padre. Este último se mostró profundamente airado al recibir noticias del ingreso de Martín al monasterio, y tardó largo tiempo en perdonarlo. Pero la razón última que llevó a Lutero a tomar el hábito, como en tantos otros casos, fue el interés en su propia salvación. El tema de la salvación y la condenación llenaba todo el ambiente de la época. La vida presente no parecía ser más que una preparación y prueba para la venidera. Luego, resultaba necio dedicarse a ganar prestigio y riquezas en el presente, mediante la abogacía, y descuidar el porvenir.  [Historia del Cristianismo, Vol2. Pág. 36]

Lutero entró al monasterio como fiel hijo de la iglesia, con el propósito de utilizar los medios de salvación que esa iglesia le ofrecía, y de los cuales el más seguro le parecía ser la vida monástica. El año de noviciado parece haber transcurrido apaciblemente, pues Lutero hizo sus votos y sus superiores lo escogieron para que fuera sacerdote. Según él mismo cuenta, la ocasión de la celebración de su primera misa fue una experiencia sobrecogedora, pues el terror de Dios se apoderó de él al pensar que estaba ofreciendo nada menos que a Jesucristo. Repetidamente ese terror aplastante de Dios hizo presa de él, pues no estaba seguro de que todo lo que estaba haciendo en pro de su propia salvación fuese suficiente. Dios le parecía ser un juez severo, como antes lo habían sido sus padres y sus maestros, que en el juicio le pediria cuenta de todas sus acciones, y lo hallaría falto. Era necesario acudir a todos los recursos de la iglesia para estar a salvo. Empero esos recursos tampoco eran suficientes para un espíritu profundamente religioso, sincero y apasionado como el de Lutero. Se suponía que las buenas obras y la confesión fueran la respuesta a la necesidad que el joven monje tenía de justificarse ante Dios. Pero ni lo uno ni lo otro bastaba. Lutero tenía un sentimiento muy hondo de su propia pecaminosidad, y mientras más trataba de sobreponerse a ella más se percataba de que el pecado era mucho más poderoso que él. Esto no quiere decir que no fuese buen monje, o que llevara una vida licenciosa o inmoral. Al contrario, Lutero se esforzó en ser un monje cabal. Repetidamente castigaba su cuerpo, según lo enseñaban los grandes maestros del monaquismo. Y acudía al confesionario con tanta frecuencia como le era posible. Pero todo esto no bastaba. Si para que los pecados fueran perdonados era necesario confesarlos, el gran temor de Lutero era olvidar algunos de sus pecados. Por tanto, una y otra vez repasaba cada una de sus acciones y pensamientos, y mientras más los repasaba más pecado encontraba en ellos. Hubo ocasiones en que, al momento mismo de salir del confesionario, se percató de que había todavía algún pecado que no había confesado. La situación era entonces desesperante. El pecado era algo mucho más profundo que las meras acciones o pensamientos conscientes. Era todo un estado de vida, y Lutero no encontraba modo alguno de confesarlo y de ser perdonado mediante el sacramento de la penitencia. Su consejero espiritual le recomendó que leyera las obras de los místicos. Como dijimos, hacia fines de la Edad Media hubo una fuerte ola de misticismo, impulsada precisamente por el sentimiento que muchos tenían de que la iglesia, debido a su corrupción, no era el mejor medio de acercarse a Dios. Lutero siguió entonces este camino, aunque no porque dudara de la autoridad de la iglesia, sino porque esa autoridad, a través de su confesor, se lo ordenó. El misticismo lo cautivó por algún tiempo, como antes lo había hecho la vida monástica. Quizá allí encontraría el camino de salvación. Pero pronto este camino resultó ser otro callejón sin salida. Los místicos decían que bastaba con amar a Dios, puesto que todo lo demás era consecuencia de ese amor. Esto le pareció a Lutero una palabra de liberación, pues no era entonces necesario llevar la cuenta de todos sus pecados, como hasta entonces había tratado de hacer. Empero no tardó en percatarse de que amar a Dios no era tan fácil. Si Dios era como sus padres y sus maestros, que lo habían golpeado hasta sacarle la sangre, ¿cómo podía él amarle? A la postre, Lutero llegó a confesar que no amaba a Dios, sino que lo odiaba. [Historia del Cristianismo, Vol. 2, Page 37] 

No había salida posible. Para ser salvo era necesario confesar los pecados, y Lutero había descubierto que, por mucho que se esforzara, su pecado iba mucho más allá que su confesión. Si, como decían los místicos, bastaba con amar a Dios, esto no era de gran ayuda, pues Lutero tenía que reconocer que le era imposible amar al Dios justiciero que le pedía cuentas de todas sus acciones. En esa encrucijada, su confesor, que era también su superior, tomó una medida sorprendente. Lo normal hubiera sido pensar que un sacerdote que estaba pasando por la crisis por la que atravesaba Lutero no estaba listo para servir de pastor o de maestro a otros. Pero eso fue precisamente lo que propuso su confesor. Siglos antes, Jerónimo había encontrado un modo de escapar de sus tentaciones en el estudio del hebreo. Aunque los problemas de Lutero eran distintos de los de Jerónimo, quizá el estudio, la enseñanza y la labor pastoral tendrían para él un resultado semejante. Por tanto, se le ordenó a Lutero, quien no esperaba tal cosa, que se preparase para ir a dictar cursos sobre las Escrituras en la universidad de Wittenberg. Aunque muchas veces se ha dicho entre protestantes que Lutero no conocía la Biblia, y que fue en el momento de su conversión, o poco antes, cuando empezó a estudiarla, esto no es cierto. Como monje, que tenía que recitar las horas canónicas de oración, Lutero se sabía el Salterio de memoria. Además, en 1512 obtuvo su doctorado en teología, y para ello tenía que haber estudiado las Escrituras. Lo que sí es cierto es que cuando se vio obligado a preparar conferencias sobre la Biblia, nuestro monje comenzó a ver en ella una posible respuesta a sus angustias espirituales. A mediados de 1513 empezó a dar clases sobre los Salmos. Debido a los años que había pasado recitando el Salterio, siempre dentro del contexto del año litúrgico, que se centra en los principales acontecimientos de la vida de Cristo, Lutero interpretaba los Salmos cristológicamente. En ellos es Cristo quien habla. Y allí vio a Cristo pasando por angustias semejantes a las que él pasaba. Esto fue el principio de su gran descubrimiento. Pero si todo hubiera quedado en esto, Lutero habría llegado sencillamente a la piedad popular tan común, que piensa que Dios el Padre exige justicia, y es el Hijo quien nos perdona. Precisamente por sus propios estudios teológicos, Lutero sabía que tal idea era falsa, y no estaba dispuesto a aceptarla. Pero en todo caso, en las angustias de Jesucristo empezó a hallar consuelo para las suyas. El gran descubrimiento vino probablemente en 1515, cuando Lutero empezó a dar conferencias sobre la Epístola a los Romanos, pues él mismo dijo después que fue en el primer capítulo de esa epístola donde encontró la respuesta a sus dificultades. Esa respuesta no vino fácilmente. No fue sencillamente que un buen día Lutero abriera la Biblia en el primer capítulo de Romanos, y descubriera allí que “el justo por la fe vivirá”. Según él mismo cuenta, el gran descubrimiento fue precedido por una larga lucha y una amarga angustia, pues Romanos 1:17 empieza diciendo que “en el evangelio la justicia de Dios se revela”. Según este texto, el evangelio es revelación de la justicia de Dios. Y era precisamente la justicia de Dios lo que Lutero no podía tolerar. Si el evangelio fuera el mensaje de que Dios no es justo, Lutero no habría tenido problemas. Pero este texto relacionaba indisolublemente la justicia de Dios con el evangelio. Según Lutero cuenta, él odiaba la frase “la justicia de Dios”, y estuvo meditando de día y de noche para comprender la relación entre las dos partes del versículo que, tras afirmar que “en el evangelio la justicia de Dios se revela”, concluye diciendo que “el justo por la fe vivirá”. [Historia del Cristianismo, Vol. 2, Page 38] 

La respuesta fue sorprendente. La “justicia de Dios” no se refiere aquí, como piensa la teología tradicional, al hecho de que Dios castigue a los pecadores. Se refiere más bien a que la “justicia” del justo no es obra suya, sino que es don de Dios. La “justicia de Dios” es la que tiene quien vive por la fe, no porque sea en sí mismo justo, o porque cumpla las exigencias de la justicia divina, sino porque Dios le da este don. La “justificación por la fe” no quiere decir que la fe sea una obra más sutil que las obras buenas, y que Dios nos pague esa obra. Quiere decir más bien que tanto la fe como la justificación del pecador son obra de Dios, don gratuito. En consecuencia, continúa comentando Lutero acerca de su descubrimiento, “sentí que había nacido de nuevo y que las puertas del paraíso me habían sido franqueadas. Las Escrituras todas cobraron un nuevo sentido. Y a partir de entonces la frase ‘la justicia de Dios‘ no me llenó más de odio, sino que se me tornó indeciblemente dulce en virtud de un gran amor”. [Historia del Cristianismo, Vol. 2, Page 39] 

Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                  Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.36-39

sábado, 23 de julio de 2016

La era de los reformadores: Camino hacia la reforma

Martín Lutero

Muchos han creído que la fe cristiana es una cosa sencilla y fácil, y hasta han llegado a contarla entre las virtudes. Esto es porque no la han experimentado de veras, ni han probado la gran fuerza que hay en la fe. Martín Lutero 

Pocos personajes en la historia del cristianismo han sido discutidos tanto o tan acaloradamente como Martín Lutero. Para unos,  Lutero es el ogro que destruyó la unidad de la iglesia, la bestia salvaje que holló la viña del Señor, un monje renegado que se dedicó a destruir las bases de la vida monástica. Para otros, es el gran héroe que hizo que una vez más se predicara el evangelio puro, el campeón de la fe bíblica, el reformador de una iglesia corrompida. En los últimos años, debido en parte al nuevo espíritu de comprensión entre los cristianos, los estudios de Lutero han sido mucho más equilibrados, y tanto católicos como protestantes se han visto obligados a corregir opiniones formadas, no por la investigación histórica, sino por el fragor de la polémica. Hoy son pocos los que dudan de la sinceridad de Lutero, y hay muchos católicos que afirman que la protesta del monje agustino estaba más que justificada, y que en muchos puntos tenía razón. Al mismo tiempo, son pocos los historiadores protestantes que siguen viendo en Lutero al héroe sobrehumano que reformó el cristianismo por sí solo, y cuyos pecados y errores fueron de menor importancia. Al estudiar su vida, y el ambiente en que ésta se desarrolló, Lutero aparece como un hombre a la vez tosco y erudito, parte de cuyo impacto se debió a que supo dar a su erudición un giro y una aplicación populares. Era indudablemente sincero hasta el apasionamiento, y frecuentemente vulgar en sus expresiones. Su fe era profunda, y nada le importaba tanto como ella. Cuando se convencía de que Dios quería que [Historia del Cristianismo, Vol. 2, Pag. 34] tomara cierto camino, lo seguía hasta sus consecuencias últimas, y no como quien, puesta la mano sobre el arado, mira atrás.

Su uso del lenguaje, tanto latino como alemán, era magistral, aunque cuando un punto le parecía ser de suma importancia lo hacía recalcar mediante la exageración. Una vez convencido de la verdad de su causa, estaba dispuesto a enfrentarse a los más poderosos señores de su tiempo. Pero esa misma profundidad de convicción, ese apasionamiento, esa tendencia hacia la exageración, lo llevaron a tomar posturas que después él o sus seguidores tuvieron que deplorar. Por otra parte, el impacto de Lutero se debió en buena medida a circunstancias que estaban fuera del alcance de su mano, y de las cuales él mismo frecuentemente no se percataba. La invención de la imprenta hizo que sus obras pudieran difundirse de un modo que hubiera sido imposible unas pocas décadas antes.[Historia del Cristianismo, Vol. 2, Pag. 35] 


El creciente nacionalismo alemán, del que él mismo era hasta cierto punto partícipe, le prestó un apoyo inesperado, pero valiosísimo. Los humanistas, que soñaban con una reforma según la concebía Erasmo, aunque frecuentemente no podían aceptar lo que les parecían ser las exageraciones y la tosquedad del monje alemán, tampoco estaban dispuestos a que se le aplastara sin ser escuchado, como había sucedido el siglo anterior con Juan Huss. Las circunstancias políticas al comienzo de la Reforma fueron uno de los factores que impidieron que Lutero fuera condenado inmediatamente, y cuando por fin las autoridades eclesiásticas y políticas se vieron libres para actuar, era demasiado tarde para acallar la protesta. Al estudiar la vida y obra de Lutero, una cosa resulta clara, y es que la tan ansiada reforma se produjo, no porque Lutero u otra persona alguna se lo propusieran, sino porque llegó en el momento oportuno, y porque en ese momento el Reformador, y muchos otros junto a él, estuvieron dispuestos a cumplir su responsabilidad histórica. 

Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                  Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.34-35


sábado, 16 de julio de 2016

La era de los reformadores: La descendencia de Isabel



 El nombre de Isabel la Católica se mezcla con la historia toda de la Reforma del siglo XVI, no solamente por ser ella la principal promotora de la reforma católica española, sino también porque sus descendientes se vieron involucrados en muchos de los acontecimientos que hemos de relatar. Los hijos de Fernando e Isabel fueron cinco.
Isabel reina de Portugal







 La hija mayor, Isabel, se casó primero con el infante don Alfonso de Portugal y, al morir éste, con Manuel I de Portugal. De este segundo esposo tuvo un hijo, el príncipe don Miguel, cuyo nacimiento le costó la vida, y quien no vivió largo tiempo. 








Juan de Aragón




Juan, el presunto heredero de los tronos de Castilla y Aragón, murió poco después de casarse, sin dejar descendencia. Su muerte fue un rudo golpe para Isabel, tanto por el amor materno que sentía hacia el joven príncipe como por las complicaciones que ese acontecimiento podría acarrear para la sucesión al trono. 










Juana de Castilla
Puesto que dos años después, en 1500, murió el infante don Miguel de Portugal, quedó como heredera de los tronos de Castilla y Aragón la segunda hija de los Reyes Católicos, Juana.

Juana se casó con Felipe el Hermoso, hijo del emperador Maximiliano I, pero pronto empezó a dar señales de locura. Felipe había heredado de su madre los Países Bajos, y a la muerte de Isabel la Católica reclamó para sí la corona de Castilla, aunque Fernando su suegro se oponía a ello. Pero Felipe murió inesperadamente en 1506, y a partir de entonces la locura de Juana resultó innegable. Tras hacer embalsamar el cuerpo de su difunto esposo, y pasearse con él por Castilla, se retiró a Tordesillas, donde continuó guardando el cadáver hasta que murió en 1555. Juana había tenido de Felipe dos hijos y cuatro hijas. El hijo mayor, Carlos, fue su sucesor al trono de Castilla, y después al de Aragón. Puesto que también fue emperador de Alemania, se le conoce como Carlos V, aunque en España fue el primer rey de ese nombre. El otro hijo, Fernando, sucedió a Carlos como emperador cuando éste abdicó. La hija mayor de Juana y Felipe, Eleonor, se casó primero con Manuel I de Portugal (el mismo que antes se había casado con Isabel, la tía de Eleonor), y después con Francisco I de Francia, quien jugará un papel importante en varios capítulos de esta historia. Las demás se casaron con los reyes de Dinamarca, Hungría y Portugal.

María de Aragón

La tercera hija de los Reyes Católicos, María, fue la segunda esposa de don Manuel I de Portugal (después de su hermana Isabel, y antes de su sobrina Eleonor). 

Catalina de Aragón

Por último, la hija menor de Fernando e Isabel, Catalina de Aragón, marchó a Inglaterra, donde contrajo matrimonio con el príncipe Arturo, heredero de la corona. Al morir Arturo, se casó con el hermano de éste, Enrique VIII. La anulación de ese matrimonio fue la ocasión de la ruptura entre Inglaterra y Roma, según veremos más adelante. La hija de Catalina y Enrique, y por tanto nieta de los Reyes Católicos, fue la reina María Tudor, a quien se le ha dado el sobrenombre de “la Sanguinaria”. En resumen, aunque la historia de los hijos de los Reyes Católicos es triste, las próximas generaciones dejaron su huella, no sólo en Europa, sino también en América, hasta tal punto que es imposible narrar la historia del siglo XVI sin referirse a ellas. [Historia del Cristianismo, Vol.2, pag.32] 





Fuente: GONZALES, JUSTO L.  1994                Historia del Cristianismo Tomo 2. Desde la Era de la Reforma hasta la Era Inconclusa, Editorial Caribe, Miami, Fla, pag.32